Desafío a la “sabiduría” popular

Hace como 20 minutos llegué al departamento. Abrí la puerta, vi unos zapatos que ayer dejé por ahí, solté mis cosas en el sillón naranja, prendí una lámpara y entré al baño. “Tengo hambre y mucha flojera, vamos a dar un poco más de tiempo a la batalla y a ver cuál de las dos gana; le voy al hambre”, pensé. Prendí la televisión pero le quité el volumen. No puse música, cosa rara. Me senté en el sillón, descalza, subí los pies al taburete y observé las cosas de mi casa. Es que este lugar es mi casa. Vi que dejé una salsa en la mesa, que allá hay un vaso vacío, recordé que no todos los platos están limpios, vi que las llaves no las dejé donde siempre y que mañana seguramente las estaré buscando, que debería de una buena vez comerme esas tostadas que están arriba del refrigerador, vi el reloj en la pared pero no vi la hora. Y de frente, una foto de familia arriba de lo que “a ojo de buen cubero”, parecen unos 25 libros. De izquierda a derecha: Papá – hermana – mamá – yo – hermana. Una toga, un birrete y 5 sonrisas.

Me senté en silencio y en soledad. Un largo respiro. Cómoda, tranquila y muy acostumbrada a estar exhausta. Así, sin más, de sorpresa, de bienvenida y de golpe… empezó a llover.

Primero, unas pocas gotas tímidas… tan tímidas que muy pronto pensé que ya había terminado la sorpresa y que sólo había servido para que ahora sí tuviera que lavar el carro mañana mismo. Abrí la cortina y después la ventana, como para gritarle al cielo que siguiera y que no me dejara con estas ganas y con este calor. Mi reclamo fue tan genuino que el cielo cedió y ahora sí, empezó a llover en serio. Sonreí satisfecha y me dieron ganas de cerrar los ojos y escuchar llover. Fue exactamente lo que hice: disfrutar. ¡Era lo menos que podía hacer cuando el mismísimo cielo había escuchado mis súplicas! No me importa que se moje el piso, vale la pena por este aire delicioso.

Las primeras gotas son pocas y caen sobre el suelo seco. Se parece a cuando tocas (sin ganas de que te abran) una puerta muy, muy vieja, sucia y fea. Lo que sigue es una fiesta. Empieza a caer más y más agua y aquello se vuelve un espectáculo de movimiento sonoro. Se parece a cuando el maestro viene 10 minutos tarde a su clase de química a media mañana en una secundaria. Todos los adolescentes embriagados de hormonas hablan a gritos al mismo tiempo en el salón, se levantan, bromean, se sientan, se molestan, lanzan algo, van y vienen todos a la vez. Así sonaba...

Lluvia, lluvia. Agua, agua. Yo estaba feliz y con los ojos cerrados hasta que, por estar tan cerca de la ventana recibí una leve brisa y pensé “el que sí me importa que se moje es el tapete”. Una cosa es el olor a lluvia y otra muy distinta el olor a humedad. Abrí los ojos y vi que no había peligro: el tapete estaba seco y a salvo. Apenas había mi espíritu descansado de esta situación, me disponía a cerrar los ojos otra vez, cuando un trueno me sacó un buen susto y una gran grosería. No me lo esperaba, me hizo brincar. Como cuando llega alguien por detrás y te pica las costillas. Esa persona se divierte, tú no. Me levanté y me di cuenta que la televisión por cable se había quedado sin señal. No importaba, ni la estaba viendo.

Desconecté de un jalón y con prisa la barrabasada eléctrica donde están enchufados juntos prácticamente todos mis aparatos de entretenimiento, que no es que sean muchos pero quemados no sirven y a mí me gusta ver películas. ¿Vi una chispa en la pared o la imaginé? Ni tú ni yo lo sabremos jamás.

La luz iba y venía, bajaba, subía, se quedaba a medias. La pequeña lámpara no se decidía. No sabía si rendirse y dejar vencer ante semejante aguacero o seguir luchando para que yo no tuviera que ir a mi cuarto por unas velas. Siguió luchando y ganó. La luz no se fue. Mi flojera aplaudió desde el fondo de mi corazón porque bien me hubiera quedado en la penumbra con tal de no levantarme.

A estas alturas y con los ojos bien abiertos, mis oídos comenzaron a distinguir entre el alboroto de la lluvia y los primeros chorros de agua que caían de la azotea. Luego percibí como esos chorros crecían y se apresuraban para caer. Como cuando tienes tantas ideas en la mente y tanto que decir, que la lengua no conecta con el cerebro y terminas por trabarte.

Truenos, relámpagos, uno tras otro… Afuera en el pasillo de los departamentos, el viento azotó una puerta. Unos segundos después alguien abrió otra (o la misma, no lo sé), dijo: “hasta mañana” y después se alejaron sus pasos no con poca prisa. Qué bueno que yo no tengo que salir y que no tengo nada más que hacer que haberte oído despedirte, seas quien seas… Hasta mañana.

Comienza a dejar de llover poco a poco y yo sigo en el sillón junto a la ventana. Sentada, cuasi acostada; justo como me dijeron que era una pésima postura para la espalda y con la cabeza echada hacia atrás. El alboroto disminuye, se vuelve más lento. Cada vez caían menos gotas pero yo ya me daba por bien servida, había sido una buena lluvia. Relativamente breve pero maravillosa. El sonido del final de esta lluvia me hizo comparar gotas de agua con besos de amor. Ojos cerrados, a punto de quedarme dormida, entre las sábanas, sumamente relajada y dándole los últimos besos del día a quien duerme abrazándome. Tan cerca que ni siquiera me tengo que mover para besarte. No quiero dejar de estar pero el sueño me vence eventualmente.

Silencio. Ni una gota más. Me queda el olor, la humedad en el aire y la limpieza que hizo la lluvia, la frescura, el cambio de energía. Yo nací en un desierto a mediodía, un agosto que no marcaba menos de 45 grados de seca temperatura. No me parece un evento fortuito que yo disfrute a estos niveles una simple lluvia.

“Óyelo como oír llover” es una desgracia, una ironía, una estupidez. ¡Una lástima! La gente lo cita, lo decía mi abuelo, en México todos lo entendemos y no significa otra cosa que mandar algo (o alguien) al reverendo y mismísimo carajo. Es ignorar. ¡Qué pena! De lo que me hubiera perdido hoy si hubiera sido lo suficientemente “inteligente” como para no echar en saco roto la “sabiduría” que llevamos en la sangre. Ese dicho, refrán, proverbio… lo que sea, hoy en Guadalajara y en mí simplemente no aplica.

Y sólo voy a decir una última cosa después de haberme detenido así a escribir mi experiencia de esta noche: creo firmemente y defiendo contra quien sea que hoy estoy más loca que nunca en mi vida… y vaya que no es poca cosa. Sí lo sé, ¿y sabes? Está bien. Hoy llovió.

Mayo 14, 2009

1 comentario:

Haytace dijo...

Soberbio! Me encantó, lo disfruté y hasta pude volver a sentir después de mucho tiempo una lluvia bien tapatía!!!