Alguna fría sala de cine

Me extraño sola en alguna fría sala de cine cualquier de la semana con los pies arriba del asiento, hecha bolita en mi butaca. Me extraño sola en alguna fría sala de cine perdida en una historia que nadie -que no sea yo- escogió para zambullirse. Me extraño sola en alguna fría sala de cine sin pensar en absolutamente nada mientras afuera... llueve. Me extraño sola saliendo de alguna fría sala de cine sin poder ni querer compartir lo que acabo de vivir.

La pregunta eterna


El amor no tiene que ser eterno para ser real. 
El amor no tiene que ser eterno para ser hermoso. 
¡El amor no tiene que ser eterno para ser amor!

Lo único que el amor tiene que ser es amor. 
Y lo único que es eterno es lo eterno...
hasta que ya no.

¿Cómo jurarte eternidad 
si no soy mas que un instante?

Lo cierto es que no

Después de acabar sin piedad con las nieves en cono -yo de coco, él de zarzamora- y de haber entrado a una tiendita que más bien parecía una cápsula del tiempo -o lo que imaginación dictó como la desordenada herencia de un viejito achacoso y amante de la lectura y las chácharas-; nos pusimos a caminar un rato por el parque.

La lluvia nos había dejado una tarde fresca, tranquila y nublada. No había tanta gente en la calle y el escándalo que suele habitar esos espacios de lunes a viernes, estaba descansando. Andaba por ahí el sujeto sosteniendo sus 50 globos de colores esperando vender alguno, andaba la gente paseando al perro y los niñitos aventurándose encima de sus triciclos. Andaba el tipo hablando por teléfono, andaban las ardillas en los árboles. Y andábamos nosotros.

Caminamos un buen rato, tanto, que llegamos al otro extremo del parque y nos detuvimos ante esto:


Así nomás, pintado en una barda en plena vista. La sensación fue la misma de cuando se encuentra un billete  de bajita denominación tirado en la calle. De sorpresa, de atracción, de mirar de reojo a ver si nadie nos miraba mirar y de reaccionar rápido.

Las piernas que volaban, brincaban o bailaban eran lo primero que se veía. Nos acercamos en automático para descifrar las letras: "todos somos iguales, todos somos iguales, todos somos iguales". Una y otra vez, como mantra. Una y otra vez, como plana. Una y otra vez como estribillo.

Y pasaron las horas y se hizo de noche y luego se hizo de día otra vez y mi vida siguió su predecible curso. Normal. Y yo seguí pensando en esta fotografía que tomé. Porque por más que nos guste pensarlo, por más que nos guste repetirlo, por más que nos encante ondear esa bandera con la garganta desgarrada de tanto gritarlo a los cuatro vientos... lo cierto es que no. No somos.

Y qué bueno.

Un caprichito

No puedo creer que una naturaleza que fue lo suficientemente creativa como para pintarnos el cielo de colores por la mañana y por la tarde y bañarnos la cabeza de estrellas cada noche; una naturaleza que inventó seres tan inverosímiles como los pulpos, las nubes, los alcatraces y los jaguares; una naturaleza de la que crecen árboles del suelo (¡árboles del suelo!), que inventó los tornados y las tormentas de nieve, en la que el mar tiene voluntad y vida propias; una naturaleza en la que maravillosos olores, texturas y criaturas están cambiando a cada segundo en cada rincón del mundo... sea la misma naturaleza que no pudo encontrar para nosotras otra pinche manera de avisarnos que no estamos embarazadas. Ése fue el capricho en la pieza maestra de esta directora creativa. Y el mío es creerlo así.

Escucha

Una imagen dice más que mil palabras.

Escucha:


Una novela francesa

Aunque sí hay elementos que se rescatan; en general, podría decirse que no me gustó Una novela francesa. No sólo me parece una novela francesa -con lo que hubiera podido seguir viviendo mi vida como hasta hoy-, sino que me parece una novela francesa, y para franceses, exclusivamente. 

La historia daba para mucho más; le faltó talento. Me pareció molesto tener que estar leyendo referencias en francés en una de cada tres palabras y esos continuos saltos en el tiempo... no sé, totalmente forzados. El autor se pasa un libro entero debatiéndose entre que no se acuerda de su infancia y escribiendo 200 páginas de sus recuerdos de la infancia. Quiere ser radical y se contradice, dice una cosa y hace otra. Reniega de sí mismo y alega estarse buscando. Para mí, que ya se encontró y que no le gustó nada lo que halló. 

La frase que rescato para futuras referencias, aparece casi sin querer queriendo en la página 32: "Es curioso que cuando alguien grita ´¡sálvese quien pueda!´ todo el mundo salga corriendo. ¿Acaso no se puede uno salvar quedándose?" Pero no. La respuesta es obvia.

Es el segundo libro que leo de Frédéric Biegbeder y con el primero (13.99 euros) y gracias a mis años en el mundo publicitario, me identifiqué en casi todo menos en el extremo pesimismo de quien lo escribió y en el constante y sonante chillido de todo-el-mundo-es-una-gran-mierda-gigante-y-no-vale-la-pena-vivir-así. Lo que creo es que el autor está seriamente deprimido y no ha sido diagnosticado con la propiedad que merece el caso. También me parece que tiene el ego más grande que la nube de smog que cubre el Distrito Federal y poblaciones circunvecinas y una patética arrogancia que arrastra bajo sus mimadas y carísimas pantuflas. Es un pretencioso burgués resentido con la burguesía, alguien nacido del confort despotricando artificiosa  y sobre-producidamente contra el mismo. ¡Vaya novedad!

En fin. De cuando en cuando también es lindo leer a alguien que te provoque decir: si este grandísimo hijo de puta pudo escribir un best seller y convencer al mundo de que era escritor, ¿por qué yo no?

"Mi libro ya está terminado. 
Ahora sólo debo comenzar a escribirlo."