Al espejo

Volver aquí es mirar al espejo. No al salón de los espejos donde el foco se pierde y lo único que se pueden ver son muchas yos mirándose de espaldas y buscando a la única verdadera multiplicadas todas en la eternidad. De tanto mirarlos, uno se marea. Pero no, a ése no. Sólo a un espejo. De frente. Limpio y honesto. Al espejo de dónde estuve, dónde estoy y el espacio que quedó en el medio. Llenado de café, humo, música y tiempo. Llenado de besos, maletas, libros y ventanas. Escenarios distintos y nostalgias viejas. Otra persona pero siempre la misma. Una yo multiplicándose en la eternidad de las letras... en la eternidad de lo dicho en un tiempo y en un espacio. ¿Cuáles son los reflejos tramposos y cuál soy yo buscándose la espalda? ¿Cuál de todas?

Preguntas sencillas

Últimamente, me cuesta un trabajo monumental responder a las preguntas más sencillas que la gente me hace. Preguntas tan simples, de tres o cuatro palabras que, francamente, me dejan con la misma cara de imbécil cada vez que me toman por sorpresa. Especialmente ahora, que no sé un carajo de nada. Falta que me pregunten mi nombre y me quede trabada también. Que, al paso que van las cosas, no lo dudo ni tantito.

Ayer me preguntaron: "¿de dónde vienes?" Es verdad: me quedé en silencio y lo único que acerté a hacer fue rascarme la cabeza y sonreír. Para interrumpir la incomodidad y mi propia confusión, dije: "soy de Hermosillo pero viví en Guadalajara 7 años y acabo de llegar acá hace un par de meses".

Siguiente pregunta, no menos fácil: "¿y cómo llegaste a México?" Abro mis carcajadas, lanzo al aire un par y digo: "Uf, varias cosas. Profesionalmente yo ya no podía crecer en Guadalajara y al mismo tiempo pasó que conocí al que hoy es mi novio y... bueno, siempre me ha gustado moverme y no quería dejar pasar la experiencia de vivir en el DF unos años, tomé la decisión de mudarme y me mudé".

"Tú allá y el acá, ¿cómo se conocieron?" Vuelvo a rascarme la cabeza. Un poco como síntoma inequívoco de frustración y comedia evidente; y otro poco para ganarme unos segundos y estructurar la respuesta siguiente. "Es que ya nos conocíamos. Su hermana es una de mis mejores amigas de toda la vida y él y yo nos conocimos en realidad hace más de 13 años. De hecho, él no estaba aquí, estaba en Londres y yo en Guadalajara, nos pusimos en contacto por internet hace unos meses y aquí estamos..."

"¿Y ahora qué haces?"
Yo estuve en ese momento a punto de levantarme y salir corriendo por la puerta con cuidado de no abrirla, para dejar una silueta de mi imagen al atravesarla, como en las caricaturas. "Ahorita no estoy trabajando. Renuncié a la agencia de publicidad en la que trabajé 5 años allá y ahora estoy buscando chamba y esperando a ver qué llega..."

"¿Y qué estás buscando?"


Para este punto, yo ya estaba resignada: había preguntas simples pero ninguna respuesta fácil. La época del estudias o trabajas se terminó hace mucho tiempo. Era más fácil entonces pero incluso hace unos años, tenía que contestar que hacía las dos cosas. Mi camino está lleno de vericuetos, de sís pero nos, de largas historias y giros inesperados. De respuestas enredadas y puntos de inflexión.

Vengo de otras vidas, de otros tiempos. De Hermosillo, Guadalajara, Estados Unidos y Europa. Vengo de mi departamento en el poniente de la ciudad. De San Pedro de los Pinos, para ser exactos. Vengo de un cuarto piso con balcón. Vengo de estar en el jardín hace 2 minutos y vengo del lugar de tus sueños. De donde prefieras vengo. Llegué a México un millón de veces. Las últimas dos fueron por aire y por tierra. Llegué a México porque me convencí, porque Guadalajara se terminó, porque me trajo el corazón y no sé cómo explicar la certeza que tengo de estar aquí ahora. Llegué a México porque se me terminaron las excusas, llegué porque sí. Y no sé cómo nos conocimos. No recuerdo la primera vez que nos vimos, recuerdo la última. Pudo ser en la escuela, la calle o en su casa. No sé porqué le escribí ese día justo a él y no sé porque me contestó del otro lado del mundo, donde estaba. Es más, ni siquiera sé si nos conocemos realmente todavía y si sí, no sé si fue en esta existencia. Ahora me despierto tarde y sin prisa, eso hago. Y disfruto el placer que hace años no vivía, de no hacer nada que no quiera hacer, de no ver gente que no quiero ver. Tomo café, fumo, leo, escribo, cocino, pienso muchísimo, ando en piyama, hablo sola y duermo acompañada. Desayuno a medio día y como a la hora de cenar. Veo películas y tomo vino. Estoy revalorándolo todo, bajando la velocidad para ver con claridad. Descansando, disfrutándome y aprendiendo a esperar y a confiar. Estoy deteniéndome y reencontrándome. Juntando las piezas. Estoy buscando el trabajo que me esté buscando a mí. No sé si será escribiendo, detrás de un micrófono, en un festival de cine o en un escritorio en un corporativo. Estoy buscando un trabajo para hacernos felices: él a mí y yo a él. El último lugar que quiero pisar en esta tierra es una agencia de publicidad y eso lo descubrí hace unos días, en el silencio de mi departamento en soledad. ¿Qué estoy buscando? Estoy buscándome a mí misma en la ciudad más grande del mundo.

Hay preguntas sencillas pero no hay respuestas fáciles. Y todo depende de dónde empiece a contar la historia, que tan acá o qué tan allá nos vayamos. Eso aprendí.

La casa del árbol

Llegué en taxi a las 9 de la mañana en punto y al primer intento; como si quien me llevaba supiera perfectamente a dónde iba, como si yo misma supiera dónde estaba. Me recibió una puerta de madera de una tonelada y un fuerte abrazo de mirada en paz. Fui la tercera en llegar y supe enseguida que estaba en un lugar más allá de lo especial, mucho más allá de lo real. Entré. Y desde el primer momento me sentí en casa.

Una taza de café y sonrisas sentadas alrededor de una mesa africana. Preguntas cortas de quienes no se conocen pero se reencuentran. Hacia donde volteara había objetos y formas que llamaban mi completa atención. Una vieja máquina de coser, una silla, una escultura, las formas de las ventanas, los pisos de madera, los techos bajos, los libros y demás cosas que ni siquiera tienen nombre y si lo tienen, no lo sé. Jamás había estado en un lugar ni remotamente parecido a ése. Parecía un sueño, la imagen salida de una película alucinógena, orgánica, caricaturesca, multidimensional, pacheca... y hermosa y mágica. Tan compleja y tan simple a la vez, tan llena de significados, de rincones, de secretos para ser contados. Y con una energía tan viva que me tenía las manos hechas cosquilla desde que llegué.

Alguien dijo que íbamos a esperar un rato a ver quién más llegaba que porque la casa escoge quién entra en ella. Sonreí, por dentro y por fuera. Escuchaba las voces de quienes me rodeaban mientras Boo -la divertidísima perrita enana- llegaba a saludarme y la gorda -la gata negra de ojos azules- venía a instalarse en mi regazo para hacerme compañía. Se me enfriaban los pies y se me aceleraba el corazón.

No recuerdo cómo ni cuándo llegaron los demás y pasamos al nivel de abajo, al salón de música. Ese lugar que no necesita ventanas porque está dentro de la tierra. Dejé mis cosas en el piso, escogí una silla y me senté frente a la chimenea pero lejos de ella.

Lo que pasó en las siguientes 12 horas no lo puedo explicar. Ni siquiera lo recuerdo todo y apenas fue ayer. Lo que sigue pasando aún hoy tampoco lo puedo explicar.

Todos reunidos en círculo, como 15 personas y Santiago comenzó a hablar. Hablaba de sistemas creencias, del viejo y del nuevo, de la transición, los mayas, México, Don Lauro, Merlín, Dani y Tisa. De su historia, de los niños, los políticos, la luz; de una chispa, de un despertar, del dosmildoce, la publicidad, la película, la montaña y el mundo imaginario. Del amor, del miedo y los actos de creación. De sincronías y para qués. Hablaba de todos y de nadie en particular, hablaba de él y hablaba del planeta entero. Compartía el corazón y acabamos por compartirlo todos. Movía sus manos con una cadencia que trazaba formas en el vacío y las palabras le salían inconexamente conectadas. Como si supiera de memoria lo que decía y con la certeza absoluta de estar fluyendo sin esquemas. Una energía indescriptible abrazaba el aire lleno de copal.

De pronto, se fue la luz pero llegó la vela con su flama alta y bailarina y la atmósfera se volvió todavía más íntima y acogedora. Debió ser medio día y estábamos a la luz del fuego. El único reloj eran los leños enormes que se quemaban en la chimenea y se convertían en cenizas uno tras otro, hora tras hora. La casa comenzó a cambiar con el pasar del día. La luz que entraba por las ventanas era distinta, el frío de la mañana se había suavizado y las hojas de los árboles afuera tenían otro verde.

Me dio hambre y alguien no tardó en decir que ya era hora de comer, que las quesadillas del bosque habían llegado. Nos pusimos de pie, estiré las piernas y los brazos. Busqué mi teléfono: no tenía señal ni batería. Extraño, lo había cargado por completo una noche antes. Extraño también que no busqué la hora.

Salimos todos al jardín a comer maíz azul hecho tortilla y a respirar una tarde limpia y nueva. La montaña invita al silencio. Nudos en la garganta. De emoción, privilegio y alegría. De bendición. De la paz que da no tener que hacer nada más que estar ahí, existiendo. Los perros, el pasto, el agua, el postre. Intercambié unas palabras con Santiago que siguen dando vueltas por aquí. Un para qué esclarecido. Ni más ni menos.

Entramos de vuelta a la casa y seguimos haciendo nada. Un par de canciones, una flor de loto, un mago y un hasta luego. Un recorrido por la casa, por las dos torres y no sé cuántos niveles. La cocina, el baño, el estudio, la recámara, la otra recámara, arriba, más arriba, de vuelta para abajo, el pasillo y aquél pequeño espacio de meditación que me regaló un mareo. Escaleras, puertitas, espejos, recovecos, fotos, adornos. Una vida entera ahí.

Por si todo lo anterior fuera poco, casi al irnos, me regalaron un libro. Me lo dio Tisa y me lo firmó Santiago. Escribió en la primera hoja en blanco: "Gaby, cuando cambias la forma de hacer las cosas, las cosas cambian de forma. Pando. Casa del árbol, 2011." El libro se llama Llamar Hadas. Me despedí, con lágrimas en los ojos, de Tisa adentro de la casa y de Santiago afuera. Fuertes abrazos que no serán los últimos.

Al salir, nos estaban esperando una espectacular luna llena y unas estrellas que podían tocarse con la punta de los dedos. La luz que emitían nos sirvió a todos para meter en nuestras bolsas toda la emoción, gratitud y honor de haber estado en un lugar así, con seres humanos así, viviendo una experiencia así. Ah, y claro: para alumbrarnos el camino de regreso de la casa del árbol.

La certeza

Justo donde estoy sentada ahora, basta voltear a la izquierda para ver, a través de la ventana, el anillo periférico de la Ciudad de México. Luces van y luces vienen todo el tiempo hacia ambos sentidos y por más que pasan y pasan los autos, las filas de almas en tránsito parecieran no terminarse jamás.

Por encima de las luces, se ven seis o siete espectaculares, letreros viales (incluído uno que dice "Av. Jalisco", como queriendo recordarme algo), focos rojiazules de algún carro policía, cables, árboles, antenas y un puente peatonal por el que no cruza nadie, al menos nadie que se alcance a ver desde acá.

Después de un ratito como testigos silenciosos en la ciudad del ruido, mi copa de vino tinto y yo salimos a fumarnos un cigarro en pantuflas al balcón, antes de tener que cerrar la ventana porque el aire que estamos dejando entrar ya está bastante frío.

Y es que desde el balcón no sólo se ve el periférico. Se ve el edificio de enfrente y la pareja que vive en la primera ventana a la derecha del tercer piso. Se ven las cortinas del cuarto de un niño, se ve un tinaco y ropa tendida en otro edificio más allá. Se ve un sillón verde, macetas, gente caminando y el abarrotes de la esquina que, por cierto, jamás está abierto. Se ve una moto estacionada en la calle, una alcantarilla, un árbol gigantesco y un par de aviones cruzando el cielo. Se ven ventanas encendidas y apagadas, chicas y grandes, cerca y lejos. Un hotel. Se ve un hombre a una cuadra hablando por teléfono y una mujer sin saco que camina de prisa. El World Trade Center, la Torre Mayor, un teléfono público. Más antenas, más arboles, más luces a la izquierda... más antenas, más arboles, más luces a la derecha...

La vista no tiene fin. Lo que se termina es la mirada. Y lo que queda, es la certeza de que más alla hay todavía más, mucho más. La sensación de estar en casa, no la he recuperado. Pero la sensación de vivir en una ciudad infinita, jamás la había tenido. Bienvenida sea yo... (supongo).