Manifesto

Me rehúso a obedecer en todo. A renunciar al derecho de encontrar mis propias respuestas y a permitirme el aburrimiento o la tibieza de alma. Me rehúso a conformarme con cualquier aspecto de mi vida que no me satisfaga y me rehúso a tener que dar siempre una explicación lógica a mis decisiones. Me rehúso a quedarme a vivir en la tristeza, en el dolor o en la apatía; a abandonar lo que me haga sentir amor. Me rehúso a no escuchar a mi cuerpo y a ir en contra de mi intuición. Me rehúso a permanecer callada ante lo que no me parece y, me rehúso también, a cocinar opiniones al vapor y a fabricar juicios instantáneos sobre cualquiera -hasta de mí misma-. Me rehúso a los absolutos, a olvidar la sorpresa, a dejar de buscarme y a dejar de jugar. Me rehúso a ver los límites como barreras y a desconfiar de todos. Me rehúso a sentir miedo todo el tiempo y a ver sólo el peor escenario posible. Me rehúso a dejar de escribir, a dejar de viajar y a dejar de soñar. Me rehúso a acumular cosas o ideas que ya no me sirven y a guardarlas sólo por tradición o por nostalgia. A sentirme separada de todo lo que me rodea, a dejar de estudiar y a soltar la terquedad. Me rehúso a serle fiel a algo -o alguien- antes que a mí misma. Me rehúso a la violencia. A creer en los accidentes y en la "suerte" como respuesta ante lo inexplicable. Me rehúso a darle toda la razón a la razón.

Diciembre nunca llega solo

Apenas es 2 de diciembre y el mes ya se me filtró por los poros. 

Diciembre merece estas líneas por lo que provoca. Porque es un mes distinto en el que siento cosas distintas y percibo lo que atravieso de forma distinta. Por lo que se lleva y por lo que nos deja. Por lo que sacude y lo que regala.

En diciembre se me enredan las reflexiones obsesivas con los foquitos de navidad que ya no prenden... y con maletas llenas de cosas pendientes en aeropuertos ajenos y lejanos. En diciembre se me aprietan los nudos en la garganta cuando voy al desierto y queremos hablar del futuro. En diciembre siempre te extraño. En diciembre me siento satisfecha y orgullosa. Contenta y triste.

Se me revuelve el jolgorio a colores de los moños de regalos y el aguinaldo y las hermanas y el optimismo de la eterna esperanza; con la ilusión y la burbuja del "borrón y cuenta nueva", porque ya aprendí que el borrón nunca es total y la cuenta nunca es nueva. Uno siempre es lo que es, pero en diciembre estamos ocupados.

Y ahí estamos: hablando en plural, haciendo balances, posadas, propósitos; cantando villancicos; rompiendo piñatas y promesas, cuando quizá queremos romper en llanto y decir "gracias", "perdóname" o "no te extrañé". Refugiados debajo de abrigos y detrás de ventanas cerradas. Con la nariz fría y la nostalgia hirviendo en la cocina. Y algunos de nosotros, volvemos consistentemente al lugar que insiste en traernos lo que ya no somos. Y algunos de nosotros, dejamos consistentemente el lugar que llamamos casa. Y vamos con nuestros padres, abuelos y amigos a saludar a aquél que solíamos ser y a preguntarle qué ha sido de su vida. Y añoramos quién sabe qué. Y brindamos por quién sabe cuál. Comemos, abrazamos. Todo huele a recién hecho, a nuevo o a canela.

Diciembre nunca llega solo, siempre llega con otros diciembres. Siempre trae ayeres y mañanas. Y no se puede brincar en el tiempo -durante treinta y un días que siempre han sabido volar y hacernos sentir desnudos- y resultar ilesos. Uno se vuelve loco de nostalgia, de ansiedad o de las dos cosas. Por eso es tan confuso, tan caprichoso y tan especial. Diciembre invita los tragos y enero los paga. 

Entre recuentos, palabras y cicatrices que no se cubren con bufandas. Entre reencuentros, pereza y sueños que no se mueren con los años. Ay, diciembre. Felices fiestas.