Yo no quise ser escritor

Yo no quise ser escritor porque es malo para el cuerpo.
Esas posturas encorvadas, nostálgicas, pensativas
que adoptan los que escriben… melancólicas, dramáticas,
no pueden ser buenas para la columna ni para la cadera.
Ese pasarse el día pensando en gente que no existe,
ese pasarse la noche soñando cosas que no suceden,
no puede ser bueno para el corazón ni para la memoria.

Yo no quise ser escritor porque es malo para el cuerpo.
Aquellas figuras literarias, acrobacias y danzas
que logran los que escriben… suspensos, puntos y aparte,
no pueden ser buenos para la lengua ni para las rodillas.
Ese andar en carne viva sintiéndolo todo,
ese andar sueltos queriendo exprimir historias,
no puede ser bueno para la piel ni para la garganta.

Yo no quise ser escritor porque es malo para el cuerpo.
Esas maletas llenas de papeles, esas expediciones a las librerías
que hacen los que escriben… tardes absolutas en silencio completo,
no pueden ser buenas para los brazos ni para el oído.
Ese andar disimulado, coleccionando palabras en secreto,
ese estar hablando otra vez de madrugada con los muertos,
no puede ser bueno para las piernas ni para la cabeza.

Yo no quise ser escritor porque es malo para el cuerpo.
La angustia de montarse al mismo caballo siempre por primera vez
que sienten los que escriben… un abismo pidiéndoles revancha,
no puede ser bueno ni para la espalda ni para los nervios.
Ese quedarse colgado de una sola frase,
ese andar justificando la propia cobardía,
no puede ser bueno para los huesos ni para el ombligo.


Yo no quise ser escritor porque es malo para el cuerpo.



La valentía


Amanecí pensando en la valentía. En qué significa ser valiente. Es fuego por debajo de la piel. La espalda hasta se endereza, la mirada se levanta y crece. Las plantas de los pies echan raíces en los sueños. Puede suceder en un segundo, como un relámpago. Y así sucede. Después puede prolongarse por horas, días, meses… como subir una montaña gigante viajes en el tiempo. Todo se concentra en un mismo punto, lo demás sobra. El valiente se viste de confianza, de fe y de alegría. Algo se ha roto y se ha limpiado. Algo se ha dejado de ser y se ha dejado atrás. Como una cebolla a la que se le cae la capa exterior, la más seca, la más maltratada, la que protegió a las otras. El miedo puede seguir ahí alrededor pero el que se siente valiente camina a pesar de sí mismo y lo atraviesa; sus piernas lo sostienen, su sangre lo lleva. Las voces que hacían una orquesta de contradicciones, de pronto hacen un solo silencio y sonríen. El corazón corre fuerte porque sabe que ha dejado de obedecer, que es hora de volver a crear, de entender que los regalos de la vida muchas veces vienen envueltos con un gran moño rojo de incertidumbre. Y hay que abrirlos. ¿O qué significa ser valiente?

La guerra a tu guerra

Culpo al desierto por las tormentas y al suelo firme por los naufragios.
Culpo a los tesoros en el fondo del mar porque nadie los ha encontrado.
Culpo a la luna por lo que muere y al sol por lo que no nace.
Culpo al diablo que sopla el fuego y al niño que lo genera. Porque se saben dios.

Culpo al destino, al destiempo, al deseo.
A las estrellas, a las semillas, a las batallas.
A lo de siempre: a la comedia, al terror, al drama.
A lo de nunca: al dos más dos es cuatro y al un dos tres por mí.

Culpo a la jaula y al oro. Al famoso futuro fantástico y falso.
De cielos que nunca atravesaste para ser huracán en el país de los enfermos de locura
que escuchaban música y bailaban.

Culpo a la memoria, a la euforia. A la escapatoria ilusoria.
Culpo a la cobardia, a la rebeldía y a cada página arrancada de la historia.
Culpo a los ojos que se abren para llorar y a los sueños que se mueren de pereza,
como frutos podridos en el suelo de una selva.

Culpo al tiempo que despeina desengaños y al amor que nos trata a todos como extraños.
Culpo a mi piel que da y quita, que une y separa. Que se quema y se cura y me guarda.
Cupo a la culpa que me desnuda y que soborna a mis demonios para que levanten laberintos
y vuelen sobre mi cabeza sin dejarme respirar.

Culpo a lo que no te vas a ahorrar: explicaciones, tentaciones, decepciones.
Culpo al orden del desorden y a la energía del caos.
Culpo a la sangre que te regó los miedos. A las ventanas y a tus hermanas.
Culpo a las coincidencias, los accidentes, los abismos. A todo lo que culpan todos.

Dos carcajadas y medio llanto después, culpo al absurdo y al ridículo.
A la risa contagiosa y al vacío de cinco letras y un refrán al sur del mundo.
Porque nada iba a ser y fue, todo es ganancia sin garantía.
Y entonces:

Que dejes en paz el sentido y le hagas la guerra a tu guerra.
Que te hinches de alegría como madera húmeda y abandonada.
Que elijas el rumbo pero no el paisaje. Que llueva.
Que te pierdas en las fronteras y tu mirada te traiga de vuelta.
Que las caricias te dejen cicatriz y que el amor te deje entero.
Que rompas espejos y esperes milagros.
Porque si todo es azar, el juego ya está acabado.

La inmortalidad del pez

Imagino un pez. Del color que sea. Que por alguna razón que ha olvidado o que no importa, ha saltado fuera del mar y ha ido a aterrizar de un encontronazo, en un viejo muelle de madera. A plena luz del aire seco. A la vista de algunas aves que por ahí pasaban, pero a la vista de nadie que pudiera salvarle. Un día precioso, por cierto.
El pez brinca y trata de impulsarse de alguna forma sobre la vieja y sabia superficie de madera. Alerta. Confusión. Todo es distinto de pronto. Rebota como hule de lado a lado, girándose y aprendiendo qué cosa es el dolor. Y sintiéndose vivo como nunca. El juego es ya. El pez se abre como flor tratando de respirar, pero sólo logra aspirar un vacío que si no lo llena, lo mata. Se aturde. Caos.
Antes de entrar en pánico, el pez tiene la certeza de que el mar está ahí. Tan sólo debajo del muelle. Puede escucharlo y olerlo. Y sabe que lo único que tiene que hacer, es intentar regresar al agua.
Después de entrar en pánico y una vez asfixiado por él, el pez desconfía del mar. Ya no sabe nada. Cree que si brinca, se va a ahogar.

Oda al perdón

Te amo. Te respeto. Te perdono. No me debes nada. Te lo juro. Ni yo a ti. No pudo ser de otra manera. Ahora lo sé. Vámonos a la playa. Veamos juntos pasar el tiempo. Lo hiciste todo. O quizá no, pero yo tampoco. Porque no supe cómo. Igual que tú. Y porque el orgullo. Y porque el enojo. Te extraño. Ya no me acuerdo cómo no extrañarte. El hueco que dejaste no dejado de doler ni un día desde que te fuiste. Nunca supe cómo hacer que no me tragara el vacío de lo que no fue. Pero ya. No hay más. No sé si te entiendo pero no debió ser fácil. No debe serlo todavía. Nunca lo fue. Tocaste el fondo del mar de la soledad y la rabia. Y después soltaste todo lo demás. Pero así eres. Tú te vas de a poco. Yo ya lo entendí. Te vi por años apagándote como un incendio bajo la tormenta. No lo pude creer. A veces, todavía no puedo. Y sí, me dolió más que a nadie. Es cierto. Lo sabes. Yo sé que lo sabes. Yo también lo sé. Porque tuviste tres y yo tuve uno. Pero qué mas da si te veo ahora y te quiero abrazar. Gracias por creer en mí. Sé que lo haces. Sé que no entiendes. Yo tampoco. No importa. Si los dos soltamos todo ahora, la deuda estará saldada. Será nuestro trato. Y respiramos paz. Además parece justo a tiempo. Siempre es justo a tiempo. Gracias porque lo que me diste. Me lo diste tan bien, que ni yo misma me lo puedo quitar. Nunca. Ni quiero. Te honro. Gracias. Para siempre. El verde no puede odiar el azul porque sabe que es odiarse a sí mismo. 

Café con leche

Escribir es hablar de lo que duele sin hacer ruido.
Café con leche. Muy caliente todavía, muy nuevo que está el año aún.
Pero que sea feliz para todos.
¿Escuchaste, 2015?