Compasión

Nadie sabe del fondo del plato más que la cuchara.
A veces toca ser la cuchara y saber... 
a veces no. 

(Compasión).

De generación

Que yo sepa, la mayoría de mis compañeros de la secundaria hace años están casados. Algunos más -los menos- separados, otros más, ya divorciados. Muchos ya tienen un hijo, otros tienen dos y una más ya con tres... ninguno del mismo papá. Muchos niños muy bonitos han traído al mundo, dignos de salir en el periódico cada domingo. Una se fue a vivir a Alemania, otra hace su maestría en Harvard. Una se fue a cazar ballenas al Mar de Cortés y otra se fue a cazar millonarios a Monterrey. Una chocó su camioneta y se deshizo un brazo; otro se deshizo cada hueso de la cara arriba del ring. Hay quienes pagan una hipoteca y hay quienes heradaron yates. Hay quien nunca se desprendió del desierto y hay quien se ahogó en algo. Alguien se fue a vivir a Miami y alguien le da la vuelta al mundo en una mochila. Alguien tuvo que irse y alguien tuvo que volver. Alguien puso el cuerno y alguien quitó la demanda. Alguien se fue a vivir a La Joya y alguien siempre fue una joyita. Alguien salió del cáncer y alguien salió del closet. Alguien se fue al mundial en Sudáfrica y alguien más se fue 2 kilómetros más allá del carajo. Yo aquí pensando en ellos. ¡Y saber que no hemos cumplido ni 30!

 Aquél día todos éramos unos niños que, a la cuenta de tres,
sonreímos para la misma foto de generación.

Además y sobretodo

Lunes después de estar ocho horas completas detrás de mi escritorio, después de una junta de hora y media que sucedió sin contratiempos, sorpresas o ataques; después de salir a las siete en punto para encontrarme con una lluvia deliciosa sobre la ciudad, llegar a mi departamento, aventar la bolsa en la mesa, encaminarme firmemente hacía la cocina a prepararme una cerveza con mucho clamato y mucho limón y bañar en salsa un plato de papas, quitarme los zapatos, la blusa y los pantalones, quedarme en ropa interior -que además hace juego-, darle el primer y largo trago a mi bebida y enchilarme el labio superior gracias al picante gringo en ella; me dejo caer en el sofá y me dejo abrazar por este brevísimo instante de felicidad. Porque además, mañana es martes y no se trabaja... y además y sobretodo, porque te estoy esperando.

No todo

Una empresa en la que hay que pagar 322 pesos mensuales por el derecho de utilizar el estacionamiento para venir a trabajar. Una empresa donde no hay cafeteras, ni comedor, ni áreas comunes. Una empresa en la que, cuando me voy, tengo que guardar mi computadora bajo llave en el cajón -porque no vaya a ser- y llevar mi celular conmigo cada vez que voy al baño -por la misma razón-. Una empresa en la que dure lo que dure el viaje -de trabajo, obviamente- sólo te reembolsan 414 pesos de viáticos. Una empresa en la que te dicen que tu credencial de acceso no es tarjeta checadora... y te mienten.

Esto no lo dice todo pero sí dice mucho, ¿no? 

Aquí trabajo.

Somos casas

Llego a tu casa y me pides que pase. Nos sentamos en la sala. Me muestras tu colección de objetos, algunas fotografías, escuchamos música. Me fijo en la mesa de centro, en el tapete y la lámpara. Me cuentas la historia de ese cuadro que tienes colgado en la pared y de lo que planeas hacer con ese mueble viejo que está en el rincón; que lo quieres retapizar, dices. ¡Cuánto ha crecido esta planta hermosa! Te acompaño a la cocina y, mientras nos sirves algo de tomar, me pides que saque unos limones del refrigerador. (Qué lugar tan íntimo el refrigerador). Después, me muestras el nuevo color del que pintaste la pared en tu recámara y ahí están tus almohadas, conteniéndote tantos sueños. ¡La vista que tienes desde tu ventana! Si has bebido, es posible hasta que abras el cajón donde guardas los calcetines y me muestras aquellos que están agujerados... jugueteando meterás tu mano en el calcetín y sacarás los deditos por los orificios por los que han pasado el tiempo y los pasos. Qué bonito edredón, ¿dónde compraste ese espejo? Entro al baño para lavarme las manos y ahí están tu cepillo de dientes, la toalla con la que te secas el cuerpo todas las mañanas y el piso de la regadera. "Vamos al jardín que quiero mostrarte algo..." Y recorro tu casa como si fuera la mía. He estado ahí tantas veces por tantos años que me parece un espacio propio.

Depende de la casa y su estructura pero en todas hay un ático, una bodega, un sótano. Un cuartito, aunque sea un cajón. Ese lugar en el que vamos guardando aquello que nos va parece inútil, feo, vergonzoso. Lo descompuesto, lo pasado de moda, lo roto, lo sucio. Lo que no sabemos dónde poner, lo que ya no va, lo que no queremos que nadie más vea ni conozca. Lo que queremos olvidar, lo que escondemos. Al ático. Y no hablemos jamás de eso.

Y se va llenando de objetos de todos tamaños, colores e historias. Rincones que se van empolvando, que -mientras abrigan un húmedo olor a guardado- se van volviendo cada vez más oscuros y son habitados sólo por las pequeñas arañas que van tejiendo sus hilos en las esquinas del techo. Ni quien las moleste. Años que no se abre una ventana, años que no entran ni el aire ni la luz del sol. Los que me gustan menos son lo que, aunque están a la vista de todos y ocupan casi un lugar central en la casa, tienen cadenas y candados en la cerradura. Ésos que tienen la puerta trabada, oxidada, casi podrida; con dos o tres cerrojos de alta seguridad. 

Somos casas. Todos tenemos rincones empolvados. La cosa es no fingir que el ático no existe. 

¿Saben qué extraño de la adolescencia? Las confesiones.
Esto de crecer, se va llenando cada vez más de lo no-dicho.
@nereisima


El problema es que prestamos muy poca atención
a las cosas que no se dicen.
@SrTijeras

63 caracteres

_ Sé perfectamente cómo llegué aquí. Lo que no sé, es para qué.

Que me desborde

Se desborda un río, se desborda una avalancha, se desborda una lágrima. Se desborda una carcajada, se desborda un abrazo, se desborda un grito. Se desbordan unas manos que tiemblan, se desborda una mujer que da a luz. Se desborda un beso, se desborda un escalofrío, se desborda un volcán. Se desborda una tina -si dejas la llave abierta-, se desborda una historia -si dejas el alma abierta-. Se desborda un terremoto, se desborda un vendaval, se desborda un golpe. Se desborda una fiesta, un país, la sinfónica. Se desbordan el sol y la luna. Se desborda un suspiro, se desborda un orgasmo. Se desbordan los líquidos y la vida.

Que me desborde. 
Hasta vivir más allá de mi piel.

Que me desborde. 
Porque sólo se desborda lo más vivo.

Cuando no me abrazaste

Te quedaste con el super en la esquina, con The big bang theory y con Mad men. También con mi libro, el de la soledad... ¡qué ironía!, ¿no te parece? Tu cepillo de dientes se fue a la basura hace muchos meses y supongo que el mío le compartió destino. No hay calcetines, no hay sudaderas, no hay rastrillos, no hay... nada. Nada de esas cosas que se van dejando en el espacio del otro. Nada que quedara como fiel testigo ni como traidor enemigo; ni siquiera como maldita evidencia. Nada. Nada fuera de lugar. Y es que estuvo todo siempre tan calculado que no hubo campo para el descuido... ni para otro tanto, ¡tantísimo! Los lentes y el reloj fueron regalos así es que no cuentan. Las noches también. Las fotos que no borré, las escondí.

No me he vuelto a poner la bufanda y trato de no pasar por Horacio. Afortunadamente, esta ciudad es tan grande que hay muchas calles por donde pasar. A Santa Fe no voy y tus amigos ya no viven donde antes. 

¿Qué más? Nada.

Unas noches antes, trajiste -como ofrenda de paz- agua mineral, hierbabuena y azúcar mascabado. Yo había dicho que tenía ganas de mojitos y tú te sentías culpable. Aquí había ron y hielos. Las peores borracheras son cuando los borrachos se contienen y no se dicen la verdad. Esa noche lo aprendí por las malas. El caso es que aquí esta la bolsa de azúcar todavía. Y aquí ha estado... todo el otoño, todo el invierno y lo que va de esta primavera. A como vamos, va a tener la suerte de sobrevivir el fin del mundo. Y es que casi no como dulce, lo sabes. Esa noche, bebimos mojitos mestizos y la incomodidad nos despedazó. No dejé que te quedaras a dormir conmigo. Si no podía compartirte la vida, ¿por qué tenía que compartirte la cama?

Después vino otra noche dura, una más.

Lo último que quedaba era decirnos adiós y acabar de romperlo todo. Curioso: romper algo extinto. Difícil, absurdo, irremediable, inevitable. Me colgué de tus hombros y te di un abrazo que me congeló el alma: tú no pudiste levantar los brazos y hacer lo mismo. Permaneciste inmóvil, esperando que me despegara de ti. De tus casi dos metros de altura. Y me sentí tan frágil. Estabas tan enojado que no te pudiste mover. Yo estaba tan sola que no me sorprendí. El último abrazo para mí fue ése; para ti, quién sabe cuál, ni eso vivimos juntos. Me fui. Ocho pisos en elevador y una puerta de cristal retumbando en mi historia, fueron lo último que supe de ti.

Esa noche, cuando no me abrazaste, supe que me tenía que ir. Y supe, sobretodo, que no había a qué volver. Y así lo hice. Así lo hiciste tú también. Nunca más... parece lema de revolucionario. Y tal vez lo fue porque al día siguiente México celebró su Independencia. Quizá yo también.

La afortunada fui yo que sólo me quedé con media bolsa de azúcar mascabado que guardo en un pequeño espacio en la cocina. ¿Dónde te guardas tú un abrazo de despedida? Dudo mucho que quepa al lado de la licuadora. ¿Dónde... te guardas... tú... el abrazo de despedida? 

Carajo, ¿dónde?

Adiós. Y adiós.
Si no lo pudiste decir tú,
yo lo digo por los dos.

Cenicienta

Tal vez fue el sol alumbrándolo todo con desgano -como por obligación y volteando para otro lado-, tal vez fueran el viento o el silencio. Tal vez fue la bicicleta que circulaba en sentido contrario por la calle, la corbata manchada de salsa verde o el automovilista frente a mí que arrojó la colilla de su cigarro peligrosamente cerca de los pies de un peatón. Tal vez fue la canción que iba oyendo. Tal vez fue el lunes, la desvelada o las exiguas ganas que tenía de ir a donde estaba yendo. Todos intentando pasar por el mismo lugar y a nadie importándole lo suficiente como para echarse para adelante. Como una liga a punto de romperse, como un golpe seco, como un grito sordo.

Estaba todo tan anclado y tan flotando; denso y suspendido a la vez. Estaba todo funcionando por inercia. Estaba el viento llevándose las respiraciones. Estaba el silencio partiéndonos la cara a todos y el gris del cielo imprimiéndosenos en los labios. Estaban las miradas autómatas que ni se encuentran, ni se buscan, ni se reconocen, ni se honran... ni se miran.

Fue como transitar por un día feriado sin lo festivo. Fue como entrar al momento clímax de una gran película muda pero sin el arte. Como transitar por un invierno sin el frío. 

No eres una ciudad abandonada ni sola; todo lo contrario acaso. Pero eres una ciudad desamparada. Una ciudad huérfana, cenicienta y enferma. El escenario amorfo de tantas historias, una maquinaria destartalada que se empeña en vivir mientras respira con dificultad. Eso sentí cuando te transitaba hoy y  sigo sin poder sacudirme la ceniza.

Un inconveniente

Entré poco después de las 12 a la escuela y unos minutos después, alguien me indicó que ya podía pasar al salón. Estaba completamente vacío a excepción de él.

Lo primero que llamó mi atención fue la boina color camello en su cabeza, después su barba con destellos grises. Nos presentaron. Iván, Gabriela. Buenas tardes. Extendió su mano derecha y yo hice lo propio, las estrechamos saludándonos. Él regresó a su escritorio y yo me dirigí a ocupar el rincón más lejano, en la justa contraesquina de donde estaba él. "Una escuela con pupitres así, algo lindo debe tener", pensé.


En vista de que mi llegada había interrumpido su intento de conectar los cables de unos aparatejos, yo tomé mi celular entre las manos y comencé a teclear. 

Estuvimos en perfecto silencio por algunos segundos hasta que me hizo una pregunta mágica: "¿cómo llegaste aquí?

Lo miré y sonreí como sólo pueden sonreír las personas a las que les han hecho demasiadas veces preguntas dificilísimas de contestar. "¿Aquí a dónde? ¿Aquí a la ciudad? ¿Aquí a la escuela? ¿Aquí al salón?" Todas preguntas que se agolparon en mi diálogo interno en fracciones de segundo. Preguntas que pensé pero no dije.

Interpretó mi sonrisa y la interpretó bien. "Me refiero a qué formación académica tienes", aclaró. Le resumí en 30 palabras los hitos de mi trayecto escolar. Abrió los ojos, levantó una ceja y esbozó una sonrisa. Me fijé en sus botas de trabajo perfectamente aseadas, en su camisa café chocolate de botones impecablemente planchada y en un archivo que de pronto se proyectó desde el cañón en el techo, iluminando la blanca pared frente a mí titulado "hermeneútica". Tenía unos lentes de marco dorado -a través de los cuales me miraba con cierto dejo de ternura- sobre la nariz.

Me dijo: "bueno, no te puedo culpar, yo he hecho lo mismo. Curiosa e intuitivamente he ido estudiando un poco de esto y un poco de aquello durante toda mi vida. Pasé muchos años en la UNAM, estudié después en España, en Cuba, en Colombia, aquí mismo en varias ciudades en provincia. Nunca encontré una Licenciatura en Iván así es que yo me la hice. Y ya lo sabrás: tampoco hay una Licenciatura en Gaby, pero algo me dice que vas por buen camino."

"Yo no sé si por un buen camino pero por uno propio creo que sí", le dije entre carcajadas que rebotaron haciendo eco entre los dos. Le hablé de que mi verdadero aprendizaje empezó cuando terminé la universidad y de cómo la vida me ha puesto tantas veces en tantos lugares maravillosos. De cómo he ido reconociendo grandes pasiones en mí y de que intuyo -aún sin tener la menor idea de cómo- que ya va siendo momento de condensarlas en un sólo algo.

- ¿A qué te dedicas?
- De 9 a 7 trabajo en Telmex.

Volvió a sonreír.

- Telmex es una gran empresa... en el sentido más obvio de "grande". Yo trabajé en Grupo CARSO durante más de 10 años. Fui asistente de Sumi... Soumaya, la esposa del Ingeniero. Durante ese tiempo se me comió la vida, me absorbí impresionantemente en mí mismo y me dediqué a hacer más rico al hombre más rico del mundo. Colaboré en el lanzamiento del museo. Recuerdo una vez que cometí un error en un calendario que me pidieron y pregunté: "¿Entonces mi error va a repetirse 1,000 veces en los calendarios?"A lo que me respondieron: "No, no 1,000, sino 32,000 veces, ese calendario es para todo el corporativo del grupo." No puedo resumirte ahora todo lo que aprendí pero no nos hagamos tontos, la verdadera independencia inicia con la independencia económica. 

"Ya lo dijo Woolf", pensé.

Nos hemos volcado seriamente hacia lo material, la tecnología es maravillosa pero puede volvernos patéticos. Conozco hombres que quieren y respetan más a sus coches que a sus mujeres, me dijo. En fin, cuando salí de CARSO, volví de lleno a los estudios; a impartirlos y a recibirlos. Viajé a 40 países y escribí 12 libros.

No podía creer tener frente a mí a semejante personaje. Hizo una pausa que no quise interrumpir. Me parecía que un hombre estaba viajando en el tiempo frente a mis ojos y no quise violentarlo a regresar. Mientras esperaba pensé: "¿cómo se apellidará este Iván, qué tipo de libros habrá escrito? ¿y a qué países fue?"

Volvió. "¿Ya formas parte del corporativo o estás de manera temporal?", me preguntó.

- Me acaban de dar la plaza esta semana. Ya formo parte del corporativo.

- Es un gran lugar para construirte una carrera y el día que salgas, vas a salir con todas las de la ley. Es una de las empresas más sólidas del país y me atrevo a decirte que hasta del mundo. Trabajar ahí fue lo que me permitió después estudiar tanto y tener hoy una casa propia. Si me permites darte un consejo, aunque suene payaso -que a estas alturas de mi vida no me importa sonar payaso-, rodéate de un halo de misterio. No vas ahí a hacer amigos, vas a trabajar y a construrite algo. Involúcrate personalmente lo menos posible, no te excedas en los eventos de la empresa, habla de tu vida personal lo menos posible. Estás en aguas peligrosas y siempre a los más amigables y sociables los truenan primero. Es mejor ser percibido como alguien comprometido con su trabajo, serio y andar debajo del radar. Te lo digo porque lo vi.

Yo asentía sabiendo perfectamente de lo que me hablaba. No es un lugar para hacer amigos, me queda clarísimo.

- Entiendo. Lo sé... yo no sé cuánto me quede en Telmex pero algo me dice que estoy de manera temporal. Puedo durar ahí un año, o dos o quién sabe. Es un buen puesto y pretendo sacarle jugo a mi estancia -empezando por la maestría- pero ahora estoy tratando de descubrir para qué estoy acá. Y mis pasiones... aunque pueda ser muy emocionante generar estrategias de mercadotecnia para México y Latinoamérica no es algo que me mueva, dije poniéndome la mano derecha sobre el corazón.

Me regaló una sonrisa imposible de olvidar. Una sonrisa de alguien a quien no se le tiene que explicar mucho más porque ya había entendido desde antes de entender.

- "Maestro, ¿me permite un momentito?" Él se levantó de un brinco de su silla y se encaminó a la puerta. Una mujercita osó suspender nuestro intercambio de palabras y él tuvo que salir del salón. Después entró un hombrecito a pedirme que lo acompañara al salón de al lado. Estuve 3 horas ahí, recibiendo una clase de protocolos para la investigación, que seguramente me servirá el día que me siente hacer mi tesis pero hoy por la mañana yo lo que quería era atravesar la pared, conseguir dos cafés y reanudar la plática con Iván. No fue posible.

Cuando fueron las 4 de la tarde salí y la puerta del lugar donde estaría Iván estaba firmemente cerrada. No me atreví a tocar, ni siquiera para despedirme pues no tenía la certeza de que él estuviera ahí y en caso de que sí estuviera, estaría dando clase, posiblemente diciendo algo valiosísimo. No quise pagar con la misma y molesta moneda de la interrupción así que me seguí de largo hasta la recepción con la esperanza de obtener aunque fuera un dejo de explicación. "Hubo un inconveniente" fue lo que me dijeron... "un inconveniente con los alumnos". Bueno, a mí tampoco me convino el inconveniente. ¡Nos interrumpieron, maldita sea! Una plática tan rica, tan empática, tan memorable. Tan de dos iguales. 

No sé cómo se apellida Iván, ni qué clase da, ni a quiénes. Sólo espero volverlo a ver, en calidad de alumna alguno de estos cuatrimestres y tender un puente para que transiten tantas palabras que se quedaron no-dichas entre los dos.

Lo que dijo Martín


"Estoy convencido de que las separaciones y/o divorcios,
la violencia familiar, el exceso de canales de cable,
la incomunicación, la falta de deseo, la abulia, la depresión,
los suicidios, las neurosis, los ataques de pánico,
la obesidad, las contracturas, la inseguridad,
el hiponcondrismo, el estrés y el sedentarismo
son responsabilidad de los arquitectos
y los empresarios de la construcción.

De estos males, salvo el suicidio, padezco todos."

Medianeras
Gustavo Taretto
3:40

El calendario


Dormí tanto y tan profundo que al despertar
tuve que revisar el calendario
y asegurarme que todavía fuera domingo.
En una de esas, podía haberme ido inconciente hasta el lunes
y perder el día laborar sin poder evitarlo.

Soñé tantos sueños tan extraños y tan reales fueron todos,
que -de verdad- sigo sin estar segura
de que sí sea el día de hoy
el que marca el calendario.

Achilangarse

Achilangarse es aprender a voltear hacia atrás cada media cuadra cuando voy caminando por alguna acera. Es andar sin suéter, chamarra ni frío... a 11 grados centígrados. Es que me dejen de arder los ojos y la nariz por la maldita contaminación. Es decirle "provincia" a casa. Es decir "está aquí en corto... a 45 minutos". Es pedir quesadillas de queso y preguntar -no de qué- sino de qué color son las tortillas. Es acceder a posibilidades que nunca había soñado. Es que me choque un microbús en Marina Nacional y mejor irme con el golpe para ahorrarme la bronca con el conductor. Es que me choque un taxi en Mariano Escobedo y que se vaya con el golpe para ahorrarse la bronca conmigo. ¡Es chocar! Es aprender a reciclar todos los eufemismos y olvidar cómo era ir al grano para que nadie se ofenda. Es que me roben la llanta de refacción de mi camioneta y decir "bueno, al menos no se llevaron todo el carro". Es pasar caminando 19 puestos ambulantes antes de poder entrar por la puerta de la oficina. Es acostumbarme a los porteros, a los guardias, a los elevadores, a las pensiones y a los parquímetros. Es olvidar qué se siente vivir en una planta baja y estacionarse en la puerta. Es, por fin, saber cuál es Río Churubusco. Es que me digan "güerita" y voltear. Es que se vuelva cotidiano hacer una pregunta y que te contesten otra cosa. Es ir a un centro comercial, a un museo y al teatro el mismo día. Es ver la Sinfónica del Politécnico en Bellas Artes en un evento gratuito un domingo en la tarde. Es caminar como nunca había caminado en mi vida. Es andar por Paseo de la Reforma, comprar un jugo de naranja afuera del Auditorio Nacional y decir "¡qué hermoso pinche país!" Es decirle que no a los limpiaparabrisas 37 veces antes de llegar a donde voy. Es sentirme más mexicana que nunca. Es dejarme crecer el cinismo, la desconfianza, la agresividad y la diplomacia. Es acostumbrarme sin hacerlo a la suciedad, a los tumultos y a la invasión del espacio vital. Es vivir cansada y aturdida. Es vivir fascinada e inspirada. Es tener la constante sensación de que estoy parada exactamente en el lugar donde están sucediendo las cosas. Es gastarme los ojos en los espejos retrovisores. Es que todos y cada uno de los sábados de mi vida, me despierte alguien vendiendo algo en la calle: el gas, el pan, el agua, los tamales, la nieve, los productos de limpieza, lo que sea. Es sentir una profunda deuda social y unas ganas irresistibles de hacer "algo". Es llenarme olores la vida. Es tener tanto cuidado de lo que digo que a veces termino olvidando qué carajos estaba diciendo. Es olvidarme de los parques, el pasto, el mar, la tierra, el olor a lluvia. Es empaparme de política y economía y comenzar a entenderlas. Es acostumbrarme -sin dejarme de sorprender- al mundo de contrastes, de revolturas, de choques, de opuestos conviviendo; la refaccionaria, al lado del museo, al lado del abarrotes, al lado del puesto de flores, al lado de la entrada del metro, al lado del puesto de tacos; al barrio a la vuelta de Saks Fifth Avenue; al Vocho atrás del BMW, atrás del taxi, atrás de la moto, atrás de mí. Es temerle profundamente a esos cabrones de las combis verdes. Es entender que las cosas no sólo pueden pasar, sino que pasan y me pasan a mí. Sí, sí me estoy achilangando... porque es eso o morir. Achilangarse es vivir en la jungla, en esta jungla.

Siete punto algo


Fue martes. Yo acababa de llegar de Guadalajara a la Ciudad de México y llegué tarde a la oficina porque venía directo del aeropuerto. No conté con que -aunque el vuelo duraba 50 minutos- la fila para subirme a un taxi, duraría 90. Fue así como, con todo y maleta, aparecí por los pasillos de la oficina a las 10:30 de la mañana y con una resaca de vino y despertadores que no podía pasarse por alto. Dejé mi maleta bajo mi escritorio, prendí mi computadora y saludé a mis compañeros. Bajé otra vez y crucé la calle en busca de medio litro de café y algo de comer. Con mis víveres en mano, volví a subir hasta el último piso del edificio y me dispuse a trabajar. Revisé mi correo y repasé los pendientes, que no eran pocos después de estar 3 días fuera de la oficina y desconectada del trabajo. Comencé a hacer llamadas y teclear correos a altas velocidades. Faltando 10 minutos para las 12 del día -y sabiendo que tenía una audioconferencia a las 12- decidí ir a planta baja a administrarme una nueva dosis de nicotina. Así lo hice. Volví a subir minutos antes de las 12 y recogí de mi lugar la computadora, un cuaderno y un té y nos llevé hasta la oficina de mi jefe. Su teléfono sí podía hacer llamadas de larga distancia y yo tenía que marcar a Toronto. Además, él no estaba.

Marqué y apenas estaba saludando a las dos mujeres (la ucraniana y la canadiense) con las que yo tenía la "junta" cuando siento que el escritorio comienza a temblar. Observo que mi té se está sacudiendo dentro del vaso y en un instinto de cuidar los electrónicos que estaban por ahí, lo tomé con mi mano derecha sin entender -ni preguntarme- porqué diablos el vaso estaba temblando en primer lugar. Las mujeres seguían hablando como si nada por el altavoz del teléfono cuando sentí que mi silla con llantitas se corría de un lado a otro. Fue cuando volteé hacia atrás y vi las largas persianas verticales contonearse en un violento vaivén que comprendí que no podía ser otra cosa que un terremoto. De verdad estaba temblando. Comienza a sonar la alarma sísmica y recuerdo decir al teléfono: "guys, hold on, the alarm just went on, I have to go..." Y una de ellas me preguntó: "the fire alarm?" A lo que respondí ya con la voz alterada: "no, it's an earthquake, I have to go."

Me puse de pie, colgué, levanté la vista y vi a una compañera en la puerta de la oficina haciendo un aspaviento con la mano a manera de decir "vámonos". Cerré la computadora y comencé a caminar hacia mi escritorio. O al menos eso intenté. No podía caminar en línea recta, tuve que apoyarme en el muro con la mano izquierda porque toda aquella alfombra se había vuelto de pronto mágica y bailarina. Se movían los cristales, se caían cosas de los escritorios, se abrían y cerraban las puertas; nada tenía sentido. Llegué a mi lugar y vi a muchos compañeros apoyados en el muro de contención. Escuché a alguien gritar, a otra persona llorar y una voz masculina dijo claramente: "ya valió madre".

El edificio crujía, los plafones del techo amenazaban con caer sobre nuestras cabezas y todo aquél vaivén, sabiendo que se está en el piso 14 de un edificio tan viejo sobre un suelo tan blando, pusieron todo en perspectiva... en una perspectiva muy desafortunada. Por un segundo, pasó por mi mente la idea de que iba a morir ahí. Los latigazos del edificio y la fragilidad de las estructuras, me hicieron por unos instantes pensar, si todo aquello se caía, cómo era que se iban a enterar mis padres de que yo había muerto ahí. Alguien que estaba muy cerca de mí, dijo con voz temblorosa: "tranquilos, respiren, el edificio tiene gatos hidráulicos..." Y eso hice: respirar profundamente con los ojos cerrados. Abrirlos sólo me daba más miedo. Escuché el llanto de alguien por ahí, la voz de una mujer hablando por teléfono y pidiéndole a alguien que fuera por el niño, la alarma sísmica que no paraba y el crujir de todo alrededor. Finalmente, dejó de sacudirse aquello y sólo quedó un ligero movimiento no violento, más parecido a un columpio que está a punto de detenerse. Fui a mi lugar, tomé mi bolsa lo más rápido que pude y me encaminé a la salida de emergencia. Bajé casi corriendo 14 pisos y tratando de hacer una llamada a mi madre pero la llamada no salía. Fue hasta el piso 5 que encontré más gente en mi camino y caí en cuenta que entonces la gente desde el 13 hasta el 6 no había desalojado todavía.

Llegamos a planta baja y el silencio delató el miedo que tuvimos todos. Nadie hablaba, todos con sus teléfonos celulares en la mano, tratando sin éxito de hacer llamadas y una palidez en la piel bastante peculiar. Salimos al nivel de la calle y todo estaba detenido. Los vendedores ambulantes en silencio y un tráfico endemoniado a causa de que la electricidad había fallado y no había semáforos. Por fin pude hacer la llamada a mi mamá y le dije: "mamá, no te has enterado todavía pero acaba de temblar muy fuerte, evacuaron el edificio y estoy bien". A lo que ella recuerdo que me respondió: "estás asustada, ¿verdad?" Claro que estaba asustada, había sentido temblores pero nunca como aquél.

Se empezó a acumular la gente en la calle. Encontré a mis compañeros de equipo y estaban relativamente tranquilos. Uno prendió el radio en su teléfono, el otro intentaba avisar en casa que estaba bien. Las redes estaban saturadas, nadie podía hacer ni recibir llamadas. La sensación en el aire era densa, todo estaba como suspendido. Se empezó a escuchar la sirena inútil de varias ambulancias; inútil porque nadie podía moverse a ningún lado para cederles el paso. Estaba el tráfico colapsado. Helicópteros comenzaron a sobrevolar nuestras cabezas. De pronto, el suelo se movió. Dudosos y alertas nos preguntábamos, "¿está temblando otra vez?" Y es que después de un sismo -ahora lo sé- se queda uno con una posterior y muy particular sensación de mareo y acaba por no confiar del todo en sus sensaciones. Pero el árbol y la reja que se contoneaban, nos lo confirmaron: sí, estaba temblando; sí, otra vez. Pasaron casi dos horas esperando que Protección Civil certificara que el edificio estaba en condiciones de ser habitado. Pasaron más de dos horas esperando que las telecomunicaciones estuvieran en condiciones de ser utilizadas. Dos horas en las que no sólo la tierra temblaba, mis piernas también. Dos horas fumando, dos horas pensando qué hubiera pasado si...

De pronto, mi teléfono comenzó a vibrar sin parar. Tenía llamadas perdidas, mensajes, tuits, walls, SMS, chats. Gente que trataba de comunicarse conmigo y mensajes que se habían quedado atorados en la saturación. Yo estaba ahí y estaba bien, pero hasta ese momento no tenía manera de saber qué había pasado en otros lugares o qué tan fuertes habían sido las consecuencias de lo que acabábamos de vivir. Es una sensación que jamás había sentido. Pregunté y de Guadalajara me comunicaron... "unos dicen que siete punto ocho, otros que de siete punto seis. Fue de siete punto algo, estuvo muy fuerte." Yo sabía que había estado muy fuerte, lo que no sabía era cuánto.

Protección Civil finalmente permitió la entrada al edificio. Rarísima sensación de subir 14 pisos en el elevador de nuevo, en el fondo, quería subir por las escaleras. Entré a la oficina y encontré los plafones del techo desacomodados, una grieta en la pared y polvo en la alfombra. Un pizarrón de corcho que tenemos apoyado sobre una mampara en el escritorio, se fue de bruces. Las sillas, movidas para todos lados. No tenía muchas ganas de estar ahí y faltaban unos minutos para que fuera hora de comer. Bajamos.

Caminamos unas cuadras sin hambre y buscando algo de comer. Cristales en las banquetas de ventanas que se habían tronado en pisos arriba, macetas de barro estrelladas en las aceras. Carros estacionados y pegados aunque los conductores se hubieran estacionado perfectamente. Sirenas de policías, un ambiente extranísimo, se veía el temblor en el rostro de la gente. Llegamos a una fonda en la que servían comida corrida y donde podíamos ver las noticias. A pesar de que el lugar estaba a reventar, la televisión se escuchaba perfecto. Todos poníamos atención a las declaraciones del Jefe de Estado y cuando dijo que era el sismo más fuerte desde el del 85, supimos lo que acabábamos de vivir. Sin embargo, el saldo era blanco.

Comimos caldo de pollo y tacos dorados escuchando reporteros y periodistas. Seguíamos "mareadas". Fuimos por una paleta helada y la comimos en el parque esperando que fueran las 4 y sin ganas de volver a la oficina. La mía fue de coco y no me la terminé. Durante la tarde siguió temblando pero nunca como el primero. El mareo continuó. Llegó la noche y el tráfico desapareció. Llegué en taxi a mi departamento y con la maleta en las manos. El guardia me dijo sin que yo le preguntara: "no se preocupe, señorita, el edificio está bien". Encontré algunas cosas movidas, entre ellas, la televisón, los libros y los espejos. Quinto piso y nada grave.

A pesar del profundo cansancio que sentía, tardé en dormirme. Estaba alerta, sin poder pensar en otra cosa, me costó mucho relajarme y abandonarme a la confianza que supone dormir. Finalmente, lo logré.

Al día siguiente, llegué a la oficina. Pero ni ese piso 14 ni yo, éramos ya los mismos.

Pequeña gran duda

¿Dónde demonios había yo visto estos ojos antes?

Pescado empanizado frío

Ya tenía varios días sin llorar al ver las noticias. Pero hoy sucedió de nuevo.

Intento de lunes a viernes ir a comer a casa, lo cual, llevando la vida que llevo y viviendo en una ciudad como ésta, es una franca hazaña. El caso es que casi siempre lo logro y llego justo a tiempo para escuchar, mientras cocino, el noticiero nacional de las 2:30 de la tarde. Hoy fue una ensalada de espinacas, pescado y un poco de pasta integral. Estaba ya todo listo. Yo me servía la comida en un plato blanco y salivaba profusamente cuando lo que escuché, captó mi completa atención e hizo que volteara a ver la televisión abandonando el nutritivo manjar.

La noticia era que una reconocida cantante colombiana (Shakira) le había entregado no se qué premio a una maestra de kinder de Monterrey por su compartamiento durante una balacera que sucedió a escasos metros de la escuelita donde se encontraba dando clases. Para sustentar la nota, se proyectaba un video -claramente tomado desde un dispositivo móvil a la altura del piso- en el que se ven niñitos de no más de 5 años dentro de un salón de clases tirados en el suelo. Se escucha la voz alterada y contenida de una mujer que dice: "No nos va a pasar nada, nada más no levanten la cabeza, por favor" [tra, tra, tra, tra, tra, tra, tra, tra]. Balazos. Varios. Muy cerca. Se alcanza a ver la ventana del salón. ¡Luz de pleno día! Los niños sabían qué estaba pasando, sabían que estaban en peligro, ¡claro que sabían!

Y justo después del sonido de las armas de fuego y de la imagen de una niñita escondiendo aterrada su cabeza entre sus bracitos, la mujer dice: "¡Vamos a cantar una canción! Vamos a cantar la de... ¡ya sé cuál! Si las gotas de lluvia fueran de chocolate, me encantaría estar ahí..." Inmediatamente, los niños se tranquilizan y comienzan a cantar. Juegan -acostados sobre sus espaldas- a que abren la boca al cielo para atrapar las gotas de lluvia que, en su imaginación, son de chocolate... mientras en la calle un alguien juega a matar a otro alguien. "¿Quién quiere chocolateee?", pregunta la mujer fingiendo entusiasmo. "¡Yooo!", contestan sus alumnos al unísono. La niñita que había escondido su cabeza, ahora sonríe y canta. Segundos después, termina el video y sigue el noticiero.

Fui por el plato y lo puse en la mesa. Hundí la cara entre mis manos. Viernes en la tarde, Ciudad de México, en mi departamento, descalza, viendo las noticias, me dispuse a bañar el pescado empanizado con las lágrimas más profundas que me salían de ese nudo que tenía en la garganta. Sí es una escena patética y sí, yo fui la protagonista. La comida se enfrió pero igual me la comí.

El mundo está jodido, lo sabemos todos, y no me vale la pena seguir hablando de eso. Sólo quiero decir que dan ganas de llorar cuando alguien... hace algo... en algún lugar del planeta que te hace pensar que no todo está perdido, que si hay gente así, no todo puede estar mal. Dan ganas de decirles: "por favor, no te rindas, sí estás haciendo algo y sí importa... ¡a mí me importa, a mí me hace la diferencia!". Dan ganas de no desistir, dan ganas de pararse en las mañanas de la cama y dirigirse a su pequeña o gran trinchera, dan ganas de seguir inyectando luz aquí, dan ganas de ser más grande y más fuerte. Dan ganas de llorar así: de orgullo, de emoción, de esperanza.

Que no creamos que todo ya se fue al carajo porque en ese justo momento, se habrá ido.

Vivo en un mundo en el que las buenas noticias me hacen llorar. Pero mientras sigan habiendo esas noticias y mientras siga llorando cuando las escuche, para mí, seguirá habiendo mundo.

Por cierto, Martha Rivera se llama la maestra y ese día murieron 5 personas a la vuelta de la esquina... Ningún niño.

"No todos son tan malos, no todo está mal,
no todos son villanos queriéndote matar,
no todo está perdido ni se va a acabar..."
Hoy tengo miedo - Fobia