Siete punto algo


Fue martes. Yo acababa de llegar de Guadalajara a la Ciudad de México y llegué tarde a la oficina porque venía directo del aeropuerto. No conté con que -aunque el vuelo duraba 50 minutos- la fila para subirme a un taxi, duraría 90. Fue así como, con todo y maleta, aparecí por los pasillos de la oficina a las 10:30 de la mañana y con una resaca de vino y despertadores que no podía pasarse por alto. Dejé mi maleta bajo mi escritorio, prendí mi computadora y saludé a mis compañeros. Bajé otra vez y crucé la calle en busca de medio litro de café y algo de comer. Con mis víveres en mano, volví a subir hasta el último piso del edificio y me dispuse a trabajar. Revisé mi correo y repasé los pendientes, que no eran pocos después de estar 3 días fuera de la oficina y desconectada del trabajo. Comencé a hacer llamadas y teclear correos a altas velocidades. Faltando 10 minutos para las 12 del día -y sabiendo que tenía una audioconferencia a las 12- decidí ir a planta baja a administrarme una nueva dosis de nicotina. Así lo hice. Volví a subir minutos antes de las 12 y recogí de mi lugar la computadora, un cuaderno y un té y nos llevé hasta la oficina de mi jefe. Su teléfono sí podía hacer llamadas de larga distancia y yo tenía que marcar a Toronto. Además, él no estaba.

Marqué y apenas estaba saludando a las dos mujeres (la ucraniana y la canadiense) con las que yo tenía la "junta" cuando siento que el escritorio comienza a temblar. Observo que mi té se está sacudiendo dentro del vaso y en un instinto de cuidar los electrónicos que estaban por ahí, lo tomé con mi mano derecha sin entender -ni preguntarme- porqué diablos el vaso estaba temblando en primer lugar. Las mujeres seguían hablando como si nada por el altavoz del teléfono cuando sentí que mi silla con llantitas se corría de un lado a otro. Fue cuando volteé hacia atrás y vi las largas persianas verticales contonearse en un violento vaivén que comprendí que no podía ser otra cosa que un terremoto. De verdad estaba temblando. Comienza a sonar la alarma sísmica y recuerdo decir al teléfono: "guys, hold on, the alarm just went on, I have to go..." Y una de ellas me preguntó: "the fire alarm?" A lo que respondí ya con la voz alterada: "no, it's an earthquake, I have to go."

Me puse de pie, colgué, levanté la vista y vi a una compañera en la puerta de la oficina haciendo un aspaviento con la mano a manera de decir "vámonos". Cerré la computadora y comencé a caminar hacia mi escritorio. O al menos eso intenté. No podía caminar en línea recta, tuve que apoyarme en el muro con la mano izquierda porque toda aquella alfombra se había vuelto de pronto mágica y bailarina. Se movían los cristales, se caían cosas de los escritorios, se abrían y cerraban las puertas; nada tenía sentido. Llegué a mi lugar y vi a muchos compañeros apoyados en el muro de contención. Escuché a alguien gritar, a otra persona llorar y una voz masculina dijo claramente: "ya valió madre".

El edificio crujía, los plafones del techo amenazaban con caer sobre nuestras cabezas y todo aquél vaivén, sabiendo que se está en el piso 14 de un edificio tan viejo sobre un suelo tan blando, pusieron todo en perspectiva... en una perspectiva muy desafortunada. Por un segundo, pasó por mi mente la idea de que iba a morir ahí. Los latigazos del edificio y la fragilidad de las estructuras, me hicieron por unos instantes pensar, si todo aquello se caía, cómo era que se iban a enterar mis padres de que yo había muerto ahí. Alguien que estaba muy cerca de mí, dijo con voz temblorosa: "tranquilos, respiren, el edificio tiene gatos hidráulicos..." Y eso hice: respirar profundamente con los ojos cerrados. Abrirlos sólo me daba más miedo. Escuché el llanto de alguien por ahí, la voz de una mujer hablando por teléfono y pidiéndole a alguien que fuera por el niño, la alarma sísmica que no paraba y el crujir de todo alrededor. Finalmente, dejó de sacudirse aquello y sólo quedó un ligero movimiento no violento, más parecido a un columpio que está a punto de detenerse. Fui a mi lugar, tomé mi bolsa lo más rápido que pude y me encaminé a la salida de emergencia. Bajé casi corriendo 14 pisos y tratando de hacer una llamada a mi madre pero la llamada no salía. Fue hasta el piso 5 que encontré más gente en mi camino y caí en cuenta que entonces la gente desde el 13 hasta el 6 no había desalojado todavía.

Llegamos a planta baja y el silencio delató el miedo que tuvimos todos. Nadie hablaba, todos con sus teléfonos celulares en la mano, tratando sin éxito de hacer llamadas y una palidez en la piel bastante peculiar. Salimos al nivel de la calle y todo estaba detenido. Los vendedores ambulantes en silencio y un tráfico endemoniado a causa de que la electricidad había fallado y no había semáforos. Por fin pude hacer la llamada a mi mamá y le dije: "mamá, no te has enterado todavía pero acaba de temblar muy fuerte, evacuaron el edificio y estoy bien". A lo que ella recuerdo que me respondió: "estás asustada, ¿verdad?" Claro que estaba asustada, había sentido temblores pero nunca como aquél.

Se empezó a acumular la gente en la calle. Encontré a mis compañeros de equipo y estaban relativamente tranquilos. Uno prendió el radio en su teléfono, el otro intentaba avisar en casa que estaba bien. Las redes estaban saturadas, nadie podía hacer ni recibir llamadas. La sensación en el aire era densa, todo estaba como suspendido. Se empezó a escuchar la sirena inútil de varias ambulancias; inútil porque nadie podía moverse a ningún lado para cederles el paso. Estaba el tráfico colapsado. Helicópteros comenzaron a sobrevolar nuestras cabezas. De pronto, el suelo se movió. Dudosos y alertas nos preguntábamos, "¿está temblando otra vez?" Y es que después de un sismo -ahora lo sé- se queda uno con una posterior y muy particular sensación de mareo y acaba por no confiar del todo en sus sensaciones. Pero el árbol y la reja que se contoneaban, nos lo confirmaron: sí, estaba temblando; sí, otra vez. Pasaron casi dos horas esperando que Protección Civil certificara que el edificio estaba en condiciones de ser habitado. Pasaron más de dos horas esperando que las telecomunicaciones estuvieran en condiciones de ser utilizadas. Dos horas en las que no sólo la tierra temblaba, mis piernas también. Dos horas fumando, dos horas pensando qué hubiera pasado si...

De pronto, mi teléfono comenzó a vibrar sin parar. Tenía llamadas perdidas, mensajes, tuits, walls, SMS, chats. Gente que trataba de comunicarse conmigo y mensajes que se habían quedado atorados en la saturación. Yo estaba ahí y estaba bien, pero hasta ese momento no tenía manera de saber qué había pasado en otros lugares o qué tan fuertes habían sido las consecuencias de lo que acabábamos de vivir. Es una sensación que jamás había sentido. Pregunté y de Guadalajara me comunicaron... "unos dicen que siete punto ocho, otros que de siete punto seis. Fue de siete punto algo, estuvo muy fuerte." Yo sabía que había estado muy fuerte, lo que no sabía era cuánto.

Protección Civil finalmente permitió la entrada al edificio. Rarísima sensación de subir 14 pisos en el elevador de nuevo, en el fondo, quería subir por las escaleras. Entré a la oficina y encontré los plafones del techo desacomodados, una grieta en la pared y polvo en la alfombra. Un pizarrón de corcho que tenemos apoyado sobre una mampara en el escritorio, se fue de bruces. Las sillas, movidas para todos lados. No tenía muchas ganas de estar ahí y faltaban unos minutos para que fuera hora de comer. Bajamos.

Caminamos unas cuadras sin hambre y buscando algo de comer. Cristales en las banquetas de ventanas que se habían tronado en pisos arriba, macetas de barro estrelladas en las aceras. Carros estacionados y pegados aunque los conductores se hubieran estacionado perfectamente. Sirenas de policías, un ambiente extranísimo, se veía el temblor en el rostro de la gente. Llegamos a una fonda en la que servían comida corrida y donde podíamos ver las noticias. A pesar de que el lugar estaba a reventar, la televisión se escuchaba perfecto. Todos poníamos atención a las declaraciones del Jefe de Estado y cuando dijo que era el sismo más fuerte desde el del 85, supimos lo que acabábamos de vivir. Sin embargo, el saldo era blanco.

Comimos caldo de pollo y tacos dorados escuchando reporteros y periodistas. Seguíamos "mareadas". Fuimos por una paleta helada y la comimos en el parque esperando que fueran las 4 y sin ganas de volver a la oficina. La mía fue de coco y no me la terminé. Durante la tarde siguió temblando pero nunca como el primero. El mareo continuó. Llegó la noche y el tráfico desapareció. Llegué en taxi a mi departamento y con la maleta en las manos. El guardia me dijo sin que yo le preguntara: "no se preocupe, señorita, el edificio está bien". Encontré algunas cosas movidas, entre ellas, la televisón, los libros y los espejos. Quinto piso y nada grave.

A pesar del profundo cansancio que sentía, tardé en dormirme. Estaba alerta, sin poder pensar en otra cosa, me costó mucho relajarme y abandonarme a la confianza que supone dormir. Finalmente, lo logré.

Al día siguiente, llegué a la oficina. Pero ni ese piso 14 ni yo, éramos ya los mismos.

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