Ruinas

La sensación de volver a un lugar que un día fue mi hogar y sentirme como pez fuera del agua, es terrorífica. Se parece a lo que sentí cuando volví a la casa donde pasé mi infancia y la encontré en ruinas. O bueno, imagino que así lo hubiera sentido si en realidad eso hubiera sucedido. Jamás he vuelto a la casa donde pasé mi infancia pero empiezo a pensar que la de las ruinas soy yo. 

Un mundo feliz

Me puse de pie a las 6:00 de la mañana en contra de toda mi voluntad. Me bañé, me vestí, empaqué mis cosas, bebí café y preparé un sandwich que refundí en mi bolsa negra. El taxi anunció su llegada, como siempre, antes de lo esperado. Apagué las luces, cerré la puerta y salí despertando charquitos perezosos con las puntas de mis pies.  "Al aeropuerto, por favor". Viaducto. Llegué con 170 pesos y 30 minutos menos y con tanto frío en los pies. Terminal 1. Pagué demasiado dinero por medio litro de café y después de observar los vaivenes de los desconocidos que me compartían el espacio, me puse a leer, irónicamente, un libro titulado Un mundo feliz. Yo no me sentía feliz; el mundo, supongo, menos. Estuve calentando una silla negra y rota en la zona de Llegadas nacionales; será que en el fondo, tal vez yo también quería sentir que llegaba, que mi alma me alcanzaba. Después de un rato, salí a fumar por la puerta 4. Policía Federal, sirenas, luces intermitentes. Cielo nublado. Regresé al interior de los pasillos largos y suelos brillantes. Curioso, a ciertas horas, los aeropuertos y los hospitales se parecen tanto... ¿será la impermanencia? (Las cosas que pienso cuando solamente dormí 3 horas). Rueditas deslizándose, pantallas de colores, gente murmurando y cosas anudadas en los cuellos de las personas. Salió el sol.  O mejor dicho, noté que salió el sol. Punto de seguridad. "La computadora en una canasta aparte". Monedas, cinturón, llaves. Puerta 6. Vuelo 2210. Hora de abordar: 8:50. Origen: Distrito Federal. Destino: Guadalajara. Esperé una foto que jamás pude tomar porque estaba ocupada recibiendo mensajes que me informaban que mi viaje sería inútil: la reunión a la que iba, estaba siendo cancelada en el mismo instante en que todos los pasajeros del vuelo abordábamos el avión. Una pena porque mi cama, todavía tibia, me extrañaba. Un par de llamadas después y yo casi pierdo el vuelo. Fui la última en subir y cerraron la puerta tras de mí. Me correspondía el asiento 7B pero al ver que no había pasajero en el 7A, naturalmente, me moví. Siempre es mejor la ventana y un espacio de por medio con la mujer que, yo no sabía, iba a roncar. Una azafata con la sonrisa de plástico. Jugo de tomate con hielo y una servilleta con publicidad. 


Tan ordenada y pacífica que se ve la ciudad desde arriba. Otra vez al libro. Sin darme cuenta, a 32,000 pies de altura. Pasando por una turbulencia pensé que si los extremos están lo suficientemente lejos, en algún punto se tocarán. No entiendo en realidad cómo funciona mi mente ni sé por qué llegó eso a mi cabeza. Un misterio nunca le sobra al mundo. El vuelo, que fue como un brinco, me dejó en el lugar en el que un día fui feliz. Prendo mi teléfono y resulta que la junta siempre sí. Una plática de media hora con un hombre que me apagó la sonrisa y me dejó con la mirada incierta puesta en un futuro también siempre incierto. Small talk en una oficina que nunca ha sido mía y una junta excesivamente larga a la que a poco -por no decir a nada- llegamos. Voy a comer sola, cosa que en estas circunstancias, recibo con agrado. Buen provecho para mí. Ya quiero que pase la tarde y llegar al hotel. Me faltan todavía algunos capítulos de Un mundo feliz y a ver si se compone el mío. Ojalá. No creo. Pero mañana seguro sí.

Formas de rompernos

Haciendo agua de tonterías, sirviendo un vaso y ahogándonos en él.
Dejando que los nudos en la garganta nos corten la respiración.
Durmiendo en sueños separados.
Diciendo que no tenemos nada qué decir.
Tirando piedritas al abismo que nos separa.
Amanecer habitando silencios.
Desviándonos la mirada.
Cerrando la puerta sin decir adiós.

Cuarenta y cinco minutos tarde

Hoy decidí caminar. Tenía una junta a las tres de la tarde y salí de mi departamento unos minutos antes de las dos y media. Caminé como veinte cuadras. Las calles tranquilas. El día soleado. La señora a la que sus zapatos le quedaban grandes. El tipo de mirada horrible que me puso la piel de gallina. El que me miraba insistentemente los zapatos. El señor vendiendo mango. La peluquería. El olor a incienso. Avenida Insurgentes de sur a norte. El del camión del agua que me tiró un beso. La mujer con sus groserías por el teléfono. El de la gasolinera que me silbó. Tantos hombres con corbata, ¿cómo pueden? Una botella con agua. Un extranjero. Un fulano con los pelos naranjas. La mujercita con los shorts más cortos que mi memoria. Los semáforos, los camiones, los peatones. La fotografía que tomé y no me gustó. La vecina que vocalizaba. El niño haciendo preguntas.

Llegaste apenadísima cuarenta y cinco minutos tarde. 

Caminé también de regreso y se me hizo mucho más corto.

No importa cuánto tiempo tenga viviendo aquí, sigo sintiendo, a tres cuadras de mi casa, que voy caminando en otro país.

Tengo tanto qué decirte

Miércoles por la tarde, principios de mayo, Ciudad de México. 

Hay una mujer sentada en la terraza de un café en la colonia Roma. Los pisos del lugar son de madera, los techos también. Una música tranquila se escucha desde la acera. Huele a harina cocinándose. Ella: pantalones grises, botas negras, uñas sin pintar y mirada encendida. Tiene las piernas cruzadas y escribe en un pequeño cuaderno que sacó de su bolsa. Al centro de la mesa, un florero de cristal azul con una sola flor amarilla y un cenicero que humea delatándola. Bebe algo de una taza blanca. La tarde está nublada y no da señales de tener prisa.

Pasados unos quince minutos, llega una segunda mujer y tras echar una rápida ojeada por el lugar, lentamente camina hacia la terraza y se pone de pie frente a la mesa donde, al parecer, la están esperando. La primera mujer desde su silla levanta la mirada y le regala la sonrisa más espontánea que vi en mi vida. Se levanta como impulsada por tres millones de resortes y se le cuelga del cuello en un abrazo hermoso. La invita a sentarse mientras con el brazo derecho le pide discretamente un menú al mesero. Toma asiento y finge inútilmente que acomoda sus cosas: cierra su cuaderno y pone la pluma sobre él, guarda sus cigarros, toma una cucharita, revuelve su bebida y respira profunda y disimuladamente sin beber ni una gota del contenido de la taza.

La segunda mujer se inclina hacia adelante, toma sus manos entre las suyas y le dice "tengo tanto qué decirte". La primera mujer se lleva las manos a la cara y se limpia el agua que ha comenzado a caer de sus ojos, luego la mira directamente y susurra "soy toda tuya".

..........

Hoy me hubiera gustado hablar con la que seré en diez años y que estas dos mujeres -con la década que las separa- se sentaran en la terraza de un café en la colonia Roma a decirse tanto. La escena inicial, estoy segura, hubiera sido así. 

Lo demás, no lo sé. 

Si lo supiera, ya me lo hubiera dicho.