Humedades

Estaban tan fresca la noche
y tan húmeda la vida,
que pasó el tiempo
y les dejó huella.

En la cocina

Tomé, lo que parecía una pera... de cáscara negra y arrugada, entre mis manos. Parecía vieja, marchita, casi muerta. La presioné entre mis dedos y su piel cedió un poco. Después, tomé un cuchillo, la abrí por la mitad y le saqué lo que parecía un hueso ocre, medio reseco, hueco y poroso del mero centro. Descubrí los interiores de la pera profundamente verdes, mantequillosos y casi como un gel duro; ni líquido ni sólido (sino todo lo contrario). Sin hoyos en su textura, sin aire de por medio. No había pulpa, no tenía jugo y de qn olor muy vegetal, como pasto recién cortado en una tarde de verano. Con ayuda de una cuchara, saqué todo lo de adentro, lo puse en un plato y lo hice puré con un tenedor. Era solamente una masa semi-inerte y manipulable y se dejó hacer.

Después tomé lo que parecía una pequeñita vaina pero de circunferencia redonda -no aplastada- y con semillas y venas por dentro... y un palito, al parecer de madera, en el extremo superior y un final en punta en su extremo inferior. Lo corté en trozos pequeñitos y se lo aventé encima al puré inmóvil y grasoso.

Luego una bolita, verde también, muy redonda y de textura rugosa que fácilmente cabía en el puño de mi mano. Con dos puntos a los extremos horizontales, como si la estructura tuviera un eje interior y aquéllos dos puntos cafés fueran la fuga de dicho eje. La corté exactamente a la mitad -esquivando los puntos- y descubrí una hermosa geometría. Algunas semillas blanquecinas enterradas al azar y cada cosa peleando por su espacio allí dentro. Su ácido jugo me escoció los dedos y dejó húmedamente manchada la superficie donde la corté. Al interior, se veían como diminupas gotas de agua, todas apuntando hacia el centro -donde convergían en una especie de blanco y fibroso núcleo-, todas compenetradas entre sí. Transparencias interconectadas entre las cuales, con trabajos, cabe una mirada. Exprimí una mitad sobre el puré, después la otra y luego lo revolví todo sin demasiados ánimos.

Tomé un polvito blanco -no tanto como un polvo, más bien unos granos diminutos, como arena de mar-, hasta cierto punto blanca o transparente... y lo puse en la palma de mi mano izquierda para medir la cantidad... o al menos hacer el intento. No era demasiado. Apenas pesaba en mi piel pero sí se alcanzaba a ver todo claramente. Bolitas pequeñitas, de las cuales difícilmente se puede tomar sólo una o diez o veinitisiete. Son las que son y así hay que aceptarlas. Acabé vaciando cientos o miles sobre la mezcla verde y después lo volví a revolver todo. Otra vez, sin demasiados ánimos.

Finalmente unos triágulos cafés. Duros, agresivos al tacto, de bordes irregulares, algunos con burbujas llenas de aire en su superficie. Tratando de ser planos sin serlo y muy frágiles a la presión. También cabían en la palma de mi mano. Con manchas casi negras: lunares distribuídos arbitrariamente por ahí, como los tenemos todos salpicados sobre la piel. Hicieron un sonido muy particular cuando los vacíe en un recipiente de cristal, como unas campanitas que anunciaban la llegada de algo. Algunos de los triángulos estaban rotos; eran piezas sueltas, pedazos de lo que un día fue. Vestigios, migajas... piezas de un rompecabezas destinado a estar incompleto para siempre.

Cuando todo estuvo dispuesto, tomé el primer triángulo entre los dedos índice y pulgar de mi mano derecha y lo sumergí en aquella pasta verde y caprichosa trayendo un poco en la punta del transportador. Como si fuera un cubierto utilicé el dichoso triangulito. Metí todo a mi boca y de un crujido se despedazó el conjunto dejando embarrada la mezcla verde entre mi paladar y mi lengua... con unos pedazos crocantes y agresivos enterrados por ahí. Mastiqué despacio y con cuidado y tragué. Repetí el procedimiento hasta que ya no quedó rastro de nada.

Una delicia. Guacamole con totopos. Altamente recomendable para cenar -con demasiados ánimos- en un desgraciado martes como hoy.