Cuando no me abrazaste

Te quedaste con el super en la esquina, con The big bang theory y con Mad men. También con mi libro, el de la soledad... ¡qué ironía!, ¿no te parece? Tu cepillo de dientes se fue a la basura hace muchos meses y supongo que el mío le compartió destino. No hay calcetines, no hay sudaderas, no hay rastrillos, no hay... nada. Nada de esas cosas que se van dejando en el espacio del otro. Nada que quedara como fiel testigo ni como traidor enemigo; ni siquiera como maldita evidencia. Nada. Nada fuera de lugar. Y es que estuvo todo siempre tan calculado que no hubo campo para el descuido... ni para otro tanto, ¡tantísimo! Los lentes y el reloj fueron regalos así es que no cuentan. Las noches también. Las fotos que no borré, las escondí.

No me he vuelto a poner la bufanda y trato de no pasar por Horacio. Afortunadamente, esta ciudad es tan grande que hay muchas calles por donde pasar. A Santa Fe no voy y tus amigos ya no viven donde antes. 

¿Qué más? Nada.

Unas noches antes, trajiste -como ofrenda de paz- agua mineral, hierbabuena y azúcar mascabado. Yo había dicho que tenía ganas de mojitos y tú te sentías culpable. Aquí había ron y hielos. Las peores borracheras son cuando los borrachos se contienen y no se dicen la verdad. Esa noche lo aprendí por las malas. El caso es que aquí esta la bolsa de azúcar todavía. Y aquí ha estado... todo el otoño, todo el invierno y lo que va de esta primavera. A como vamos, va a tener la suerte de sobrevivir el fin del mundo. Y es que casi no como dulce, lo sabes. Esa noche, bebimos mojitos mestizos y la incomodidad nos despedazó. No dejé que te quedaras a dormir conmigo. Si no podía compartirte la vida, ¿por qué tenía que compartirte la cama?

Después vino otra noche dura, una más.

Lo último que quedaba era decirnos adiós y acabar de romperlo todo. Curioso: romper algo extinto. Difícil, absurdo, irremediable, inevitable. Me colgué de tus hombros y te di un abrazo que me congeló el alma: tú no pudiste levantar los brazos y hacer lo mismo. Permaneciste inmóvil, esperando que me despegara de ti. De tus casi dos metros de altura. Y me sentí tan frágil. Estabas tan enojado que no te pudiste mover. Yo estaba tan sola que no me sorprendí. El último abrazo para mí fue ése; para ti, quién sabe cuál, ni eso vivimos juntos. Me fui. Ocho pisos en elevador y una puerta de cristal retumbando en mi historia, fueron lo último que supe de ti.

Esa noche, cuando no me abrazaste, supe que me tenía que ir. Y supe, sobretodo, que no había a qué volver. Y así lo hice. Así lo hiciste tú también. Nunca más... parece lema de revolucionario. Y tal vez lo fue porque al día siguiente México celebró su Independencia. Quizá yo también.

La afortunada fui yo que sólo me quedé con media bolsa de azúcar mascabado que guardo en un pequeño espacio en la cocina. ¿Dónde te guardas tú un abrazo de despedida? Dudo mucho que quepa al lado de la licuadora. ¿Dónde... te guardas... tú... el abrazo de despedida? 

Carajo, ¿dónde?

Adiós. Y adiós.
Si no lo pudiste decir tú,
yo lo digo por los dos.

No hay comentarios: