La certeza

Justo donde estoy sentada ahora, basta voltear a la izquierda para ver, a través de la ventana, el anillo periférico de la Ciudad de México. Luces van y luces vienen todo el tiempo hacia ambos sentidos y por más que pasan y pasan los autos, las filas de almas en tránsito parecieran no terminarse jamás.

Por encima de las luces, se ven seis o siete espectaculares, letreros viales (incluído uno que dice "Av. Jalisco", como queriendo recordarme algo), focos rojiazules de algún carro policía, cables, árboles, antenas y un puente peatonal por el que no cruza nadie, al menos nadie que se alcance a ver desde acá.

Después de un ratito como testigos silenciosos en la ciudad del ruido, mi copa de vino tinto y yo salimos a fumarnos un cigarro en pantuflas al balcón, antes de tener que cerrar la ventana porque el aire que estamos dejando entrar ya está bastante frío.

Y es que desde el balcón no sólo se ve el periférico. Se ve el edificio de enfrente y la pareja que vive en la primera ventana a la derecha del tercer piso. Se ven las cortinas del cuarto de un niño, se ve un tinaco y ropa tendida en otro edificio más allá. Se ve un sillón verde, macetas, gente caminando y el abarrotes de la esquina que, por cierto, jamás está abierto. Se ve una moto estacionada en la calle, una alcantarilla, un árbol gigantesco y un par de aviones cruzando el cielo. Se ven ventanas encendidas y apagadas, chicas y grandes, cerca y lejos. Un hotel. Se ve un hombre a una cuadra hablando por teléfono y una mujer sin saco que camina de prisa. El World Trade Center, la Torre Mayor, un teléfono público. Más antenas, más arboles, más luces a la izquierda... más antenas, más arboles, más luces a la derecha...

La vista no tiene fin. Lo que se termina es la mirada. Y lo que queda, es la certeza de que más alla hay todavía más, mucho más. La sensación de estar en casa, no la he recuperado. Pero la sensación de vivir en una ciudad infinita, jamás la había tenido. Bienvenida sea yo... (supongo).

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