Esa extraña cosa

La esperanza me parecía para los viejos, para los que ya sintieron de todo y ahora lo único que les falta por sentir es esa extraña cosa llamada esperanza. Yo pensaba que la esperanza olía a pomada para dolores artríticos, a pastillas para el colesterol, a incontinencia y a somníferos. Creía que usaba bastón y zapatos feos, que tenía la cabeza blanca y se sentaba en el mismo sillón acumulador de polvo y olores desde hacía treinta años. Imaginaba la esperanza y pensaba en la mirada nostálgica y húmeda de un anciano hacia un bebé.

Relacionaba este sentimiento (o lo que sea) con ir de salida, generalmente, con un cansancio indescriptible y una inconformidad irrefutable. Con un "ojalá" imposible, con casos perdidos. Siempre me pareció añeja, conformista, medio podrida, a decir verdad. Me venía unida a "un mundo mejor", tal vez por tanto sobar esa frase tan masiva y prefabricada. Me sonaba a que las cosas estaban jodidas e iban a seguir jodidas por los siglos de los siglos, (amén). Me sonaba a atole con el dedo, a asidero absurdo, a resignación, a ridículo, a vacío, a pérdida. A discurso político reciclado, a enfermo terminal, a nombre propio de una señora de pueblo: la Señora Esperanza.

¿Esperanza? ¿Esperar a qué? Los jóvenes no esperamos, los viejos esperan. Irónicamente, los que tienen menos tiempo son los más tranquilos. ¿Y qué esperan? La muerte, ya qué. Esperanza me sonaba a muerte. Punto.

En fin, una cosa extraña, ajena, lejana... no mía.

Hasta hoy. Hoy se me manifestó la esperanza. Vino de visita a decirme que no huele a pomada y que va a dormir conmigo.

Creo que estoy envejeciendo... espero que no.

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