Un arte lejos de ser dominado

Yo con un paraguas soy solamente un estúpida con un paraguas. Con él, debajo de él, dentro de él... una estúpida. Me declaro perfecta y absolutamente inútil e incompetente cuando de estos artilugios de la vida moderna se trata.

He aprendido en esta ciudad capital que es importante tenerlos y no sólo eso (if only!); sino que hay que cargarlos y no ir olvidándolos por ahí; y tampoco sólo eso, sino que hay que saber usarlos, hay que saberse con un paraguas. Apenas caen las primeras gotas de lluvia y lo mío se vuelve un lamentable intento de consecuencias funestas y sin vuelta atrás. En otras palabras, una pena.

Uno ha de aprovechar sus trayectos a pie como mejor le plazca comprometiéndose a cabalidad en nobles actividades como fumar, hablar por teléfono o escuchar música. Cuando empieza a llover y uno tiene que sacar su paraguas y el dilema comienza más temprano que tarde. ¿Con qué mano se sostiene? En mi caso, mi mano derecha es por naturaleza más fuerte y hábil que la pobre zurda, pero si lo sostengo con la diestra -que no diestramente- quedo prácticamente invalidada para todo lo demás. Ahora bien, si lo sostengo con la izquierda, mi mano derecha quedará libre para sostener un cigarro, buscar las llaves o ir resguardando mi bolsa, pero el paraguas irá tambaleándose a la menor provocación de los vientos y de mis vaivenes entre los charcos, coladeras, banquetas y demás trampas mortales que voy encontrando por el camino. Amén del cansancio de la bendita floja mano.

Hace unos días creí que había descubierto el tan buscado hilo negro cuando después de una larga caminata bajo la lluvia, iba yo grácilmente sujetando mi paraguas con la mano izquierda y apoyando su estructura tubular ligeramente contra mi clavícula, mientras que con la mano derecha sostenía de manera delicada y elegante un cigarro. Casi como francesa del siglo XVIII en su enorme vestido pomposo, a excepción de la nacionalidad, la época, la vestimenta y claro, la habilidad. En fin, hasta traía puestos mis audífonos y todo en su lugar. Y justo cuando creí dominar el arte (¡porque lo es!), la vida me sometió sin clemencia alguna. Fue patético.

La inclinación del paraguas sobre mi cabeza y la gravedad haciendo su trabajo, llevaron chorros de agua hacia la parte de atrás de mis piernas: toda el área de las rodillas para abajo quedó empapada en un santiamén. El cigarro terminó siendo un angustioso rollito de tabaco empapado y mi bolsa, que cuelgo siempre del lado derecho, acabó siendo el contenedor de la sopa de mis objetos más indispensables. Rectifiqué la marcha, me deshice de los componentes electrónicos en mis orejas y cambié de mano. Sostuve el tubo con la mano derecha y llovía de tal forma que el instinto me invitó a bajar la sombrilla y ponerla lo más cercana posible a mi cabeza. Otro error. Esta mecánica es ideal en una isla desierta, no en la Ciudad de México. La sombrilla estaba tan abajo que limitó mi visión y me estrellé de frente con otro incauto que seguramente, también vendría malabareando su propio artilugio. Bajo un paraguas, hasta los corazones más grandes se vuelven egoístas y olvidan la existencia del mundo entero. Lo digo yo.

Si pasaba el paraguas un poco al frente, me mojaba las nalgas. Si lo pasaba para atrás, los zapatos empapados. Si lo ponía de un lado, protegía mi bolsa pero no mi hombro, mi brazo y mi otra mano. Si lo subía, se volaba. Si lo bajaba, chocaba con alguien más.

Finalmente y como pude, llegué a mi auto. Abrí la puerta trasera, cerré el paraguas y lo aventé con desdén sobre el suelo de la parte trasera. Mojando en este momento la única parte que quedaba seca de mi cuerpo, mi cabello. Me subo al asiento del conductor y hago velozmente el recuento de los daños: completamente empadada.

Amo la lluvia con toda la fuerza que me da haber nacido en el desierto y lo único que vale la pena de abrir un paraguas bajo una torrencial, es el sonido que hacen las gotas al reventar, como kamikazes, una a una contra la
tensa e impermeable tela. Y dada la forma convexa (¿o cóncava?) del mecanismo, la privilegiada acústica que se genera dentro de él, es estar en primera fila en el hermoso concierto del agua y mojarse los pies, la ropa y el alma, es sólo un pequeño, pequeñito precio que pagar.


2 comentarios:

K dijo...

El otro día, Alicia y yo debíamos salir camino a su escuela y afuera llovía torrencialmente. Me animé, agarré el paraguas y abrimos la puerta. La subí a "papuchi", yo agarré las mochilas, ella el paraguas. Fue un desastre, nos quedábamos atoradas entre los postes y las ventanas, Alicia se cubría y a mi me caían las gotas que resbalaban.

Al fin, la dejé en la escuela y me di cuenta que hace mucho no me reía tanto como esa mañana. Me encantó tu post y me recordaste esa mañana:

Que los paraguas también son pretexto pa juntarse.

Unknown dijo...

enorme historia