tengos

Ayer fue un viernes atípico. Salí de trabajar y llegué a casa temprano. Tenía plan de salir pero al final no fui a ningún lado. Me quedé hablando con algunas personas en la distancia, cené y antes de la 1 de la mañana estaba dormida. Un viernes atípico.

No sé qué estaba soñando o en qué lugar del universo estaba pero en algún momento de la madrugada desperté de sed, cosa que me pasa bastante seguido últimamente. Iba caminando a la cocina, con la mente en blanco cuando el inconciente modorro me dijo: "lo tuyo es un berrinche, ¿no te has cansado?" Me desperté de golpe, ahora sí, y me vi de pie sirviéndome un vaso enorme de agua muy fría. Unos momentos más en silencio y respondí: "es cierto, todo esto es un berrinche... y sí, ya me cansé". Duré media hora más tomando agua sentada en la oscuridad de una madrugada cualquiera como si una gran revelación me hubiera sido regalada. "Un berrinche, un berrinche, un berrinche..." ¿Hasta dónde puede llegar un berrinche?

No recuerdo haber sido una niña rebelde. Ese título en casa siempre le perteneció a mi hermana Mónica. Yo era, según me cuentan, bastante obediente -siempre y cuando lo que me pidieran tuviera sentido- y muy observadora. Era sanamente inquieta, nunca traviesa pero muy curiosa. Eso sí: si hubiera nacido con dos bocas, hubiera hablado por las dos. Y la edad del "¿por qué?" jamás se me pasó... creo sólo llegó el día en el que ya no me satisfacieron las respuestas. Mi adolescencia la pasé tirada en la alfombra de mi recámara (porque, por ser la mayor, tenía el injusto privilegio de un cuarto propio) escuchando música, escribiendo a escondidas y leyendo todo lo que me encontraba. Eso de azotar puertas, pelear y gritar explícitamente "te odio" nunca fue lo mío. Las rabietas y los berrinches llegaron tarde a mi vida. Pero llegaron.

Luchando con los tengos como una niña de 5 años que tiene que lavarse los dientes, que tiene que hacer la tarea, que tiene que bañarse y que tiene que comerse las espinacas. Nunca hice rabietas a los 5 pero las hago hoy a los 27 cuando tengo que dejar de fumar, tengo que llegar al trabajo, tengo que ahorrar y tengo que ir al ginecólogo. La actitud es la misma: indignada, con los cachetes rojos de coraje y las lágrimas orgullosas que no salen, desgastada y sometida, a fin de cuentas... no convencida. Hoy termino haciéndolo porque tengo qué. Luchando contra no sé quién que me obliga a tener que hacer y haciéndole berrinches silenciosos y rabietas cotidianas por todo lo que me hace hacer. Algo es el gran tirano y yo, la pobre víctima. Bonita rebeldía tardía y ridícula. Qué manera tan sutil y tan perversa de no hacerme responsable de lo que he elegido (ni de los aciertos ni de los fracasos porque nada es mío, siempre me obligaron, ¿no?), de culpar a alguien que no existe, de arrinconarme a mí misma y después comprarme la idea de que estoy atrapada porque no tengo de otra. Todas las rabietas que no hice cuando debí comerme el brócoli las hago hoy cuando tengo que ir al banco a pagar la renta.

¿Qué pasa si no tengo que... nada? ¿Qué pasa si no me forzo a nada y cada cosa que hago es mi elección? ¿Hasta dónde me llevaría esa libertad constante y por qué tengo que seguir creyendo que no la tengo? Los tengos pesan y pesan mucho. Ya va siendo hora de querer. Y entonces, llega la gran pregunta de la adultez: ¿qué quiero?

1 comentario:

Anónimo dijo...

<3 lo leeré y releeré. Es buenísimo es más quiero más. De verdad. La armonía que se producía al leer, me ha enamorado.