La última vez que morí

No entiendo las definiciones de amor que encuentro en el diccionario, sólo las que encuentro en el espejo que rompí la noche en que te fuiste. Sé muy bien que era de día, pero entiéndeme, fue de noche. Lloro cada vez que te escucho cantar, a veces desde antes de abrir los ojos. A esta casa ya la recibieron varios huracanes. Qué confuso es despertar. Qué peligro estar aquí. Qué injusto necesitar razones. Vuelvo a contar los pedazos y cada día son menos. Me estoy quedando sin piezas. Me estoy desgajando como una mandarina a media tarde de verano. Quizá por fin me estoy volviendo de tierra: a veces me engordan las raíces, a veces se me quiebran las ramas. A veces florezco, a veces soy hoja seca. Pero la vida corre dentro mío. Todavía. Me regresa el alma al cuerpo cada mañana cuando despierta el hambre del tigre que trajiste a vivir conmigo. Respiro, bebo agua, la lloro, como pan con mermelada. Es así como estoy segura que no soy un fantasma. Es así como estoy segura de ser mujer y de haber sido tuya. Los fantasmas no son de nadie. Traigo todas las sombras que ha juntado el año, columpiándose debajo de mi mirada. Y aunque quisiera ver el brillo del brillo, me sobran huecos. Soy como el teatro en el que se acabó la última función, se cayó toda la estantería, se salió la última persona del público... y nadie apagó las luces. Pienso en beber una copa de vino y me arrepiento al instante. El alcohol para mí es como el mar. Océano mar que termina donde empieza, donde revienta, se rinde y retrocede. Maravilla. Ahí quisiera tener las plantas de los pies clavadas y que toda el agua que se me derrama por dentro, se confundiera con su espuma y se la llevara él. Y que el sol me quemara lo que se ahogó. Y que entonces un barco lleno de alegrías y fantasías hermosas, flotara encima de estas lágrimas que me hierven y que el universo se subiera a la balanza de nuevo. Pero no, corazón, hoy tampoco. Mientras, me pongo a suponer. Y no sabes con cuánta imaginación te imagino. Y no sabes cuánto daño me hago haciéndolo. Y mejor que no sepas. Voy a pintar de blanco todas estas tardes en las que no he podido encontrarme. Voy a tapar con ceniza de flores, cada agujero de estas paredes que sostuvo algún recuerdo nuestro. Voy a dibujarte en la espalda un mapa de la ciudad para que vuelvas a perderte en ella. Voy a regalarte el cofre de los secretos lleno de silencio y de paz para que tomes todas las bocanadas que necesites cada vez que no pisemos el mismo cielo. Pero no para cuando te abrace ella. Yo quisiera creerle al viento cuando me cuenta que todo pasa. Yo quisiera quitarle las espinas al futuro para dejarlo secando al sol. Yo quisiera que la luna dejara de arderme en la piel cada vez que me aprietas las venas. Yo quisiera abrirle la ventana a todo lo que ya no sucedió. ¿A partir de cuándo las ruinas dejan de ser escombros y se convierten en monumentos? ¿En cuál nunca me estarás encajando? Te construí una estatua de sal. Llévatela. Quizá deba hacer lo que tú. Cerrar la puerta, llevarme las llaves, escribir en mayúsculas y sembrar besos en el desierto a ver cuál crece. Regar las palabras, caminar por charcos de sonrisas nuevas y ajenas, arquear una espalda. Hay cosas que cuando cambian de lugar, cambian también de color, de sabor, de tiempo, de forma; cosas como tú y yo. Voy a comenzar a correr lo más lejos posible de aquí. Yo ya no tengo fuerza ni siquiera para sentir rabia. Yo ya no tengo estómago ni siquiera para sentir celos, náuseas, dolor. Yo ya no tengo nada qué darle a este invierno. Yo ya no puedo sostener una incertidumbre más. Yo envejecí en este vacío. La última vez que morí, no supe qué día era, ni qué hora, ni en qué ciudad estaba. Pero supe por qué. La primera mentira que te dije -y la única- es que no fui feliz contigo.

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