La seguridad

Viviré en un departamento que será mío en algún piso nueve de algún desarrollo inmobiliario nuevo por la zona. Cien metros cuadrados, elevador con espejos, lindos acabados, pisos de madera laminados, cocina perfecta, vista increíble y dos baños... completos, claro está. Estacionamiento sólo para un auto porque acá el verdadero lujo es el espacio. Terminaré vendiendo mi camioneta y comprando otra más grande, más linda y más nueva pero no la usaré porque la empresa me habrá dado un auto como prestación. Mi closet estará lleno de sacos de colores neutros y sobrios, lleno de suéteres de cuello alto, lindos zapatos y cinturones delgaditos. Ni rastro de las playeras, las botas y los tenis. Bajaré de peso y me empezarán a doler cosas que nunca antes. Envejeceré prematuramente pero seré puntual para comprar mis cremas antiarrugas: seré siempre la última clienta en la tienda y tendré prisa por el resto de mi vida. Las cortinas de mi recámara tendrán black-out y aún así, tendré que tomar vino tinto casi todas las noches para poder dormir.

Me llegarán bonos de productividad cada septiembre y cada marzo, más todo lo demás cada diciembre. Mi cuenta de ahorros crecerá y no sabré en qué gastar el dinero porque ya todo estará calculado. Conoceré un país distinto cada año y nunca podré estar fuera de la ciudad por más de cinco días hábiles. Me ausentaré las mismas tres semanas cada año, una de ellas, en abril y la usaré para ir a la playa; Cancún, seguro. Se harán abuelos, se harán viejitos, y yo iré a ver a mis padres sólo en Navidad. No veré crecer a mis sobrinos pero siempre les llevaré regalos. La mayoría de mis amigos desaparecerán porque me volveré irreconocible e inaccesible. El teléfono sonará a todas horas y trabajaré algunos sábados y domingos porque las urgencias nunca habrán dejado de urgir. No me importará. De cualquier manera, después de correr en el parque, no tengo mucho qué hacer los domingos por la mañana. 

Llegaré temprano a la oficina, me iré tarde; casi nunca saldré a comer. Siempre a merced de lo que diga el señor director general. Me terminaré acostumbrando al café soluble, a comer en mi lugar, a las juntas a las nueve de la noche, al subdirector y su corbata, al aire viciado de la oficina y a ese lenguaje técnico del que antes, hace años, tanto renegué. Hablaré inglés todos los días y mis colaboradores me respetarán. Me volveré una sofisticada burócrata, capitalista y gris. En mi escritorio habrá flores pero serán de plástico. Conoceré cada resquicio de cada proceso de cada producto de la compañía. Generaré muchos millones de pesos, iré a viajes con los proveedores y me habré vuelto dura. A fin de cuentas, ya no me importa lo que los demás piensen de mí, soy su jefa y si no les parece se pueden ir; que a mí nadie me ha regalado nada.

Un sábado por la mañana en mi departamento, acomodando mis papeles en la otra habitación, me tropezaré con una carpeta negra; la abriré y veré mi título. Me preguntaré para qué diablos hice una maestría en comunicación y cultura. Mi librito estará acumulando polvo en un rincón pero ni siquiera lo tomaré entre mis manos, ni siquiera lo hojearé. Tú, serás el más hermoso de mis recuerdos y ellos, el más sublime de mis sueños. 

Una noche de verano, al salir de la oficina, lloverá tanto y tan fuerte que se hará un embotellamiento terrible a unas cuadras de mi departamento. Solamente los relámpagos podrán iluminar a voluntad la ciudad. Yo vendré escuchando por la radio las noticias nacionales en su emisión nocturna. De pronto, empezarán a temblar mis hombros, apretaré los puños sobre el volante y comenzaré a llorar. Se me hundirá el pecho y la cara se me llenará de maquillaje escurrido. Apagaré el radio y escucharé el sonido de los limpia-parabrisas en su vaivén. Me faltará el aire y abriré un poco la ventana. Me mojaré el hombro izquierdo y no podré parar de llorar. Agacharé la cabeza y las lágrimas mojarán mi falda negra. Sólo el ruido de la lluvia pegando contra el cristal podrá aislar el ruido de mi llanto. Nadie me verá. Me presionaré las sienes con los pulgares, se me hincharán los ojos y enrojecerá mi cara... y por fin me atreveré a decirme en un susurro casi imperceptible "perdóname". Algún frenético tocará el claxon detrás de mí, yo levantaré la mirada y seguiré conduciendo hasta llegar a casa.

Al día siguiente tendré una junta a las ocho de la mañana a la cual llegaré quince minutos antes; y no, no podré perdonarme.

"A la mierda la seguridad, flaca.
Ésa no eres tú..."