La alberca de palabras

Ahí. De espaldas, con el pelo largo, mojado, lacio y de un color más claro. Sin canas todavía. Con una blusa blanca de algodón sin mangas y unos jeans; descalza. Iluminada por los rayos de un tímido sol que no pide permiso para entrar. Mal sentada con un pie arriba de la ergonómica silla de trabajo, apoyando un codo en la rodilla y rascándome la cabeza con la mano derecha; agitando el pelo... como para que se seque. De frente a un sobrio escritorio donde como un diamante en un anillo de compromiso, sólo hay una hermosa computadora gris. Una lámpara de piso grande y metálica. Un tapete de colores, que parece más un sarape que otra cosa, tirado en el piso. Libreros habitados por una comunidad hacinada de libros de todos tamaños, colores, olores, personajes y escenarios de todos los tiempos. Un gran ventanal sin cortinas que invita a verle lo verde al mundo, una viejísima máquina de escribir y un balcón lleno de macetitas. Afuera, llueve con sol. Corre el aire y huele a incienso. No sé en qué ciudad vivimos; tal vez en ésta, tal vez en otra. Cuadernos abiertos, un silloncito individual en el rincón, curiosidades de otros países. Una pared azul claro y fotografías sin marco pegadas en los muros. Letras, letras, letras. Unos lentes, muchos lápices, hojas de papel, una impresora desconectada. Una taza enorme de café humeante, vigas de madera y un techo a desnivel. La alberca de palabras. El quirófano donde nacen las historias. El mundo de la gente que no existe. El espejo donde me miro yo.

Tuve una visión de mí. 
Voy para allá.

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