El último día del año

Amaneciste con urgencia de verme y qué bien se sintió. A las tres de la tarde, acordamos vernos a las cuatro. Como niños, como adolescentes obedientes que todo han de hacerlo de día porque para ellos la noche no existe. Salí de mi confort sabatino y empiyamado y me metí debajo del chorro de agua caliente. Abandoné mi guarida oliendo delicioso. Llegué rápido. Las ganas que tenía de que sucediera lo que tuviera que suceder, lo que se veía venir. Tenía que ser ese día. Y que fuera de una buena vez.

Era un día frío, nubladísimo, amenazaba con llover. Un día hermoso. Llegué y ya estabas ahí, esperándome. Frente a toda esa gente, nos dimos un abrazo tan largo que minutos después tuviste que preguntarme si me había quedado pegada a ti. Y te respondí que sí. Nos interrumpieron por una silla y nos separamos. Tú un cafe, yo un té. Salimos a ocupar la única mesa vacía de afuera y nos pusimos a hablar de cosas que ni tú ni yo entendemos ni entenderemos jamás. Por momentos, dejaba de escuchar lo que decías y sólo te miraba... te miraba con mirada de cariño y de duda. Te miraba comprobando que te había extrañado más de lo que me hubiera gustado. Te miraba reconociéndote, intentando saber quién eras. Te miraba para no golpearte, para no besarte, para no acariciarte el pelo y para no salir corriendo despavorida de ahí. Abrazando mi bolsa y cruzando los brazos, subí los pies a la silla de enfrente mientras tú te recostabas cada vez más incómodo en la tuya. Tus piernas encontraron un lugar por debajo de las mías. Descrucé mis brazos y tomaste mi mano. Tomaste mi mano débilmente. Tomaste mi mano apenas tocándola, por impulso, porque estaba ahí, sola sobre mi rodilla. Y entonces me solté. Se terminaron el té y el café y nos pusimos a caminar. Caminamos con risas y sin prisas. Evitándolo todo, hasta que nos acabó el camino y tuvimos que desandar lo andado.

Te besé como si no hubiera nadie alrededor y después te pedí que me acompañaras a comer algo. No fue difícil decidir qué, el antojo ya estaba manifestado. Mientras pagaba lo que iba a comer, me tomaste por la cintura y notaste que bajé de peso. Había menos piel entre tus manos y los huesos de mis costillas. Finalmente, me sirvieron y entre los dos nos comimos mi comida. Fumé. Te llegó un mensaje que cerraste rápido. Guardaste tu teléfono. Supiste que me di cuenta pero seguiste hablando aunque sabías que no te estaba escuchando.

"Tienes cara de que estás pensando cosas serias", me dijiste un momento después cuando por fin decidiste abrir la caja de Pandora. Te correspondía hacerlo.

Y pasó. Y pasó lo que tenía pasar. Se dijo lo que se tenía que decir. Se afrontó. Empezaste hablando tú, acabé diciéndote cómo me sentía. Hablamos de frenos, de golpes, de miedos, de cuatro meses, de un enojo y una inspiración, de cosas impresionantes, de risas, de flores, viajes y familias. Hablaste de procesos y eras glaciales. Hablaste de soledad y finales. "Nadie regala once rosas". Tienes razón. Te aseguré que si alguien en el mundo te entendía, ese alguien era yo. Me vi en ti. Me pediste perdón aunque no tuvieras porqué hacerlo. Lloraste, te abracé. Lloré, me abrazaste. Tuve veinticuatro opiniones distintas en mi mente, acabé optando por la más conguente y cuando ya no había nada más que hacer ahí, te pedí que nos fuéramos.

Me invitaste a donde ibas a estar, te dije que en la noche decidía. Pero ya era de noche. No me di cuenta en qué momento se acabó la luz. Nos levantamos de aquella mesa y comenzamos a irnos... más aún. Nos dimos cuenta que hacía frío. Algo dijiste de que estaba muy seria y yo acabé haciendo un par de bromas para tu comodidad. Me acompañaste a mi camioneta -que sí encontré-, me subí y me fui. Así, sin más. Así, como es. Así, que sea.

El último día del año, se dijo lo que ya veníamos intuyendo: que entre tú y yo, tú preferiste estar contigo.

Y así es como fuiste la última conversación de mi año.

Adiós.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias! Me encanto! Casi lloro! Un abrazo grande para ti!

Anónimo dijo...

Yo si lloré.

Ni modo así soy.

Gracias ro.