Emocionalmente

Aquí el refrigerador hace un ruido extraño que es como si una zarigüeya viviera debajo de él y estuviera planeando cómo acabar con el mundo. En una esquina llena de cables y de sol, al lado de una ventana que da a un jardín encerrado, hay una planta consentida y despeinada que se siente dueña del lugar que a veces baila y a veces se pone triste. La banca -que ya ha visitado al carpintero por un primer contratiempo- no tarda en ceder de nuevo y desparramarse a nuestros pies. Hay doce botellas de cerveza vacías sobre la mesa y hay juguetes por todos lados: trompos, baleros, avioncitos, muñequitos y libros. Aunque hay quien considera que los avioncitos no son juguetes. Se acumula el polvo en rincones a plena vista y nadie ha movido la cajonera desde el día uno. Hay cinco toallas en el baño, seis, de hecho; seis... y cuatro almohadas en la cama, sin contar los tres cojines del sofá naranja de las grandes historias. Las sábanas también son naranjas, hay demasiadas maletas pero nunca suficientes vasos. Hay libros que todavía conservan su envoltura, libros que han sido leídos una vez y libros de los cuales se citan pedazos. Hay libros a la mitad y libros ajenos. También hay fotografías viejas y fotografías más viejas. Un cajón completo para los calcetines de los cuales muchos ya son viudos. La tubería de la llave del agua caliente en la regadera, a pesar de todos los intentos de reparación y de explicación del plomero de aquí a la vuelta- a veces jala una bocanada de aire de ciudad, lo que significa que no hay manera posible de bañarse si el personaje no viene a arreglarla. Las puertas del clóset del cuarto principal se caen todos los días y ya no sé si esconden algo o sólo están cansadas. Hay muchos papeles guardados en cajas y una impresora lista, programada y conectada para hacer todavía más. El de los sillones blancos es un bonito recuerdo: hoy hay tinta por toda la tela y unas manchas que me invitan a pensar que nuestros invitados se sientan en las banquetas del mundo. El bote de basura es muy pequeño y en el fondo tiene un agujerito de cuando se derritió porque alguien decidió desechar ahí un carbón al rojo vivo. Hay suficiente comida para no salir para nada en tres o cuatro días completos. Hay unas bocinas y un sahumerio. Una buena televisión, computadoras y múltiples aparatos de todos tipos. Un destapador de refrescos taladrado en la pared y un montón de zapatos que nadie pasea. Hilo y aguja, aspirinas, bufandas, abrigos y dos o tres momentos sobre el sofá que ni queriendo olvido. Muchas de estas cosas vienen de otras ciudades, la mayoría de esas ciudades de este país. Se escucha por la ventana el calentador de agua de las vecinas y sus pasos en el techo a veces son insoportables, sobretodo cuando quisiera dormir siesta. Se ve cuando entra y cuando sale el globero del terreno de al lado. Al mecánico que debe ser amigo del globero le gusta una estación de radio que transmite música regional mexicana y en la que trabaja una locutora de muy poca complejidad intelectual. Alrededor de aquí hay tres tiendas, una tortillera, una frutería, un sastre, una estación de bicicletas, otra de metro, dos más de metrobús, una farmacia, tres puestos de tacos, uno de películas pirata, dos puestos de pollos y una panadería en la que venden unos polvorones de canela espectaculares. La llave principal a veces se traba pero nunca se atora. No hay más vecinos y los que están nunca hacen fiesta. El silencio es mágico. Las lluvias también. Las corrientes de aire y la luz solar, una bendición del cielo. La puerta de arriba de la estufa se está cayendo, las paredes tienen una textura extraña y el color del baño no es el más lindo. Pero sí da el sol en la ropa tendida. A veces se va la luz pero el agua nunca. Jamás hay estacionamiento. 

De lo legal, lo económico y lo emocional, esta casa es solo mía emocionalmente. Pero qué importa, si aquí suceden las mejores conversaciones y los momentos de mi vida. Esta casa es mía también.

P.D. ¡La banca ya se rompió!

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