Vivo aquí porque esta es la ciudad para hacer lo que quiero hacer ahora. Punto. He vivido en otras porque quería hacer otras cosas. Y las hice. No es tan difícil de entender, considerando que nuestros antepasados fueron nómadas. Si en la ciudad en la que naciste cabían todos los deseos que ibas a tener en tu vida, bien por ti. A mí no me pasó eso. Yo me tuve que ir porque me quise ir. Porque sabía que había más cosas: lo soñaba, lo leía, lo veía en la televisión, en las caricaturas. Te conviertes para siempre en la del acento extraño y las explicaciones largas. La de los antojos de otro lado. No importa dónde vivas. Un día, las cosas dan un giro que no esperabas y tardas algunos años en comprender si ése giro fue a tu favor o en tu contra. Pero finalmente tomas perspectiva, acumulas experiencia, contratiempos, contracciones... y lo entiendes. No sabes si crees en la suerte, en el destino o en dios. O en todo. O en nada. Sigues. Y te preguntas si vale la pena sabiendo que no es la primera vez. Evitas las multitudes. Te encuentras en ellas, exploras el anonimato. Te vuelves muy bueno en lo que haces. Observas con cuidado las vidas de tus amigos más cercanos, sabes que la tuya pudo ser así. No descartas nada. Vuelves a donde naciste un par de veces al año y el resto de la vida te la juegas en tierra ajena. Porque ya todo es tierra ajena. Las ganas de buscar no se apagan nunca. Tratar de ahogarlas es como echarle gasolina al fuego. Te vas volviendo cínico, desconfiado, duro. Sospechas y te conviertes en sospechoso. Piensas en ti. A veces en tu futuro, a veces en tu pasado. Se te escurre el ahora. Piensas en tu salud, en tus finanzas, en tu seguridad. Te importan menos personas pero te importan más. Te aterra perderles, jamás lo habías sentido así. También te vas volviendo simple: aprendes a mirar, a escuchar, a esperar, a mentir, a disimular, a aguantarte las ganas, a callar, a explotar para adentro. Aprendes a estar contigo, a ponerte anestesia local, entiendes que no hay garantías. Imaginas conversaciones con gente que ya no existe. Todavía recuerdas qué se sentía creer en Santa Claus y ahora escribes cheques, tienes agenda y te urgen unas vacaciones. Te convertiste en adulto y no te diste cuenta. Todavía crees en combatir el hambre, en la paz del mundo y en conectar con alguien. En decir la verdad. No puedes vivir sin tu café de las mañanas. Te gusta caminar. Quisieras hablar con un desconocido, el que sea, y contarle todo lo que no te atreves a decirle a nadie más. Hablarle de amor y de desesperanza. De ambiciones con freno de mano y confesiones de madrugada. Después, dejar que se vaya como todo lo demás. Tu decepción es del tamaño exacto de tu coraje. Aprendes a tener insomnio, a luchar por lo que quieres, a sentirte solo y a que te digan que no. A que te digan que sí con condiciones. A que te digan que sí cuando no lo esperabas. Te enamoras. Te emborrachas. Te rompes el alma. La vuelves a pegar. Despiertas temprano. Tienes paciencia forzada... porque no te queda de otra. Imaginas millones de soluciones para el mundo. Estudias más, entiendes menos. Te aterra la policía. Tienes demasiados vicios para tener uno preferido. Cuestionas tu religión, tu gobierno y tu genética. Te sientes atado. Te encanta la playa. Necesitas algo y no sabes qué. Estás inquieto. Tienes prisa. Te preocupa, como a todos, el qué dirán. Porque sabes que puede lastimarte. Piensas en tus abuelos. Te imaginas qué hubiera sido de ti si hubieras elegido tal o cual cosa. Si hubieras dicho que sí o que no. Y amueblas los escenarios. Sueñas con ir a ese país. Llevas años queriendo, pero también aprendiste que el dinero y el tiempo no suelen llegar a la misma hora. Compras libros, ves noticiarios. Ya no sabes qué pensar. Nada te representa, si acaso, un tatuaje. Extrañas a tu madre, recuerdas a tu padre. Te sientes culpable. Quisieras un balcón. Te gustan los días nublados y andar en bicicleta. Amas la música. Las cosas no han sido fáciles pero tampoco eres un monumento a la tragedia. Has visto lo mejor y lo peor de tu país. Y tú eres un resultado. Has visitado lugares que jamás imaginaste. Has hecho tonterías de las cuales no sabes cómo sobreviviste. Las sigues haciendo. Te diste cuenta que todos se sienten especiales. Encontraste refugios, coartadas, abrazos. Amigos, traidores. Pronunciaste silencios. Dijiste teamos que no sentías. Hiciste maletas. Renunciaste a algo. Volviste a empezar. Te miras las manos. Se te antoja un chocolate, un paseo. Te tiemblan las rodillas y las certezas. Brincaste de alegría, lloraste en la regadera, te paralizó el miedo. Cuéntame algo tuyo. Necesito entenderme para entenderte a ti. Y valoras el tiempo y escuchas la lluvia y caminas despacio cuando puedes. Cocinas, tienes plantas, vino tinto y fotografías maravillosas. Quieres creer en la diferencia que haces porque si no, te volverías loco. Recuerdas cumpleaños, mandas mensajes, regalas flores, pides deseos, te carcajeas. Fantaseas, hablas solo, cambias de tema. Porque eso es. Experimentas cosas que nunca pensaste, te sorprendes, te encabronas, ¡qué bueno, carajo! Es sano. Para todos. Si sigues llorando es porque todavía te importa y eso para mí significa una cosa: que sigues aquí. Tuviste que elegir entre alas y raíces. Te perdiste las comidas de los domingos o tu propio aniversario. Pediste favores, mudanzas, taxis. Perdiste papeles, aviones, anillos. Sabes el precio exacto de la libertad porque has pagado cada centavo de lo que te cobraron. Aunque no la tengas todavía. Desconfías de los líderes, y cómo no, si comes crisis desde que naciste y sabrías perfectamente cómo elaborar la trampa. Necesitarías días para hablar de la relación de tus padres y sabes cómo hacer y deshacer un nudo de corbata. Tienes pesadillas. Tienes amuletos, pasaporte, credenciales y secretos que ojalá nadie descubra. Lavas tus platos. Sabes que ganas menos de lo que mereces. Te gusta andar descalzo, comes frutas y verduras, amas los sábados por la mañana. Quisieras tumbarte de espaldas a ver las estrellas. Tienes más ropa de la que necesitas. El tiempo vuela. Lo sabes. Piensas en ti hace diez años, tienes recuerdos vívidos de hace veinte. Usas lentes, tenis, el transporte público. Quieres una hamburguesa, pides una ensalada. Cargas cosas que no te pertenecen. Te rindes, te levantas, limpias tus cajones. Conoces el dolor, la alegría, su espalda, el frío, el sudor. Aprendiste que hay muchas formas de violencia. Odias ir al médico, pero vas. Tienes miedo y tienes confianza. Frunces el ceño y abres el pecho. Cuentas con alguien. Afinas tu intuición, desempolvas intenciones, te muerdes los labios. Sueños, angustia, paisajes, caminos, palabras, viento, etcéteras. La nostalgia llega sin avisar y andas por el mundo como siempre lo has andado: con más preguntas que respuestas. Y sigues.
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