Dice la báscula que poco más de 55... y a mí qué más me da si la incertidumbre no pesa en kilos. He desaprendido a beber alcohol: he bebido apenas dos cervezas y ya estoy algo más que mareada. ¿Qué pensaría la yo misma de la universidad? Aquella que vivía creyendo estaba en control y prácticamente no dormía para vivir más. Mañana debo despertar a las seis de la mañana y todo porque un día pensé que tal vez estudiando podría comprender un poco más de algo. Lo cierto es que no. No comprendo nada más de nada. Es todo lo contrario, confesión desesperada: cada día entiendo menos. Mañana es sábado y cada sábado es lo mismo. Me siento en alguna butaca de algún salón de clases, a escuchar cómo es que algún doctor en alguna ciencia social, (llámese filosofía, pedagogía, sociología, lingüística, antropología), ha logrado sortear el mundo. Y digo sortear, porque, bueno, ya es muy tarde para creer en superhéroes. Últimamente mis maestros están enfermos; uno con una gastroenteritis terrible que le ha robado más de un gramo de cara; otra, además de su evidente problema en las cuerdas vocales, ha admitido que toma antidepresivos desde hace algún tiempo porque yoga no pudo con todo. Y entonces recuerdo al otro, al de la cojera y la boina; y a aquella, la soltera serial que le escribió un libro al pobre amor heterosexual y que acabó colgada de un tubo con la espalda llena de tatuajes. Hermosas sus clases, por cierto. Yo por mi parte... nada, loca como siempre, sólo que ahora un poco más instruida, lo que en mi caso equivale a un poco más desesperanzada. Veo a mis compañeros y lo alarmante es que no soy el caso excepcional. Estamos todos igual, estrellándonos contra los muros de los cuentos que nos contaron y derribándolos en busca de verdades que quién sabe. He llenado un mueble entero y gastado más de dos meses de sueldo comprando libros que lo único que me siembran son dudas. Es mentira eso de que leyendo uno se vuelve mejor persona. Mentira. Si acaso uno se vuelve más imaginativo, más elocuente, más reflexivo, más imparcial... ¿pero mejor? Mejor no. Uno se busca con más urgencia, uno se tarda más en decidir las tonterías más insulsas de la cotidianidad, uno se atormenta con las preguntas más estúpidas y siente que no pertenece a ningún lado, jamás. Acaba uno incómodo en su propia piel, dudando de todo y entendiendo que todo es gris. Cada día es más difícil tomar partido, cada día es más difícil salir a la calle, cada día es más difícil divertirse. Uno habita el lenguaje y se enamora de él y eso, en ningún planeta es ser una mejor persona, porque acaba uno obsesionado y atormentado escribiendo estos sinsentidos, habitando insomnios y poniéndoles flores. Tal vez mi abuela tenía razón y yo tenía que haber apagado temprano las lámparas desde que era niña. Debieron arrebatarme los crucigramas de las manos y prohibirme los cuadernos a rayas. Novelas, ni hablar. Por ahí empieza todo. Premios Nobel, jamás, son peor que el diablo y en aquella casa está prohibido decir "maldito". Hoy salí a caminar porque tuve que ir al banco y decidí irme a pie, era un trayecto de veinte minutos de ida y veinte de vuelta. Tanta gente apurada, inquieta, ensimismada; cargando bolsas y culpas por las calles. Tuve ganas de abrazarles y de escupirles, de gritar que estábamos todos locos. Acabé casi golpeando el cofre de una bestia conductora que por poco atropella a seis peatones y diciéndole "estúpido" sin bajar la mirada. Es una jungla esto y las garras eventualmente aprenden a crecer. Después llegué a casa y me puse a pensar en todo, es decir, en nada. Me puse a contemplar los adornitos de las paredes y a recordar detalles que creía enterrados en el suelo del nunca más. A repasar y-si-hubieras, a repetir para qués en voz bajita. Cerré las ventanas y conecté la extensión de luz que ilumina el pino que ahora vive acá con motivo de la navidad. Pobre arbolito tan lleno de esferas rojas y verdes. Al menos no murió y ahora puede echar raíces en una maceta que salió del mercado que está aquí, a dos cuadras. Tantas religiones, ritos y rituales, ¿sólo a mí me parece curioso? Todo es curioso. Desperté, bebí café, hice ejercicio, pensé en la vida, olvidé comer, fui por mi reloj, pensé en la muerte, escuché música, escribí. Ayer otra vez me dieron ganas de irme. Tal vez sea como una adicción esto de mudarse, tal vez hay árboles que no sabemos crecer para abajo. Hace unos días entendí algo: comprendí que a veces el precio de la familia -nuclear o extendida, sanguínea o elegida- son las explicaciones. No se puede pretender andar por el mundo con cierto sentido de pertenencia a algún grupo, si no se está dispuesto a dar explicar lo que sea. No me gustó mi conclusión, me conflictuó y me enojó. Luego entendí que era verdad. Porque es verdad. He experimentado lo contrario, es decir, cierto aislamiento, cierto retraimiento en busca de un espacio propio para encontrar respuestas a preguntas que quién sabe... y me ha resultado tan fascinante que no me ha urgido regresar. Pero verán, esto a las personas no les gusta. Las personas preguntan cosas y esperan respuestas. ¡Y uno no tiene respuestas, lo que tiene es más preguntas, y más dudas y más huecos que un colador! No, jamás lo entenderías, para qué te cuento, sólo me estoy exponiendo, es más, tal vez hasta te preocupes, estoy bien, no vale la pena, mejor después nos vemos, olvídalo, no pasa nada. No son tan fáciles de engañar. Me he despedido tantas veces que ya no creo en el adiós. Hay cosas que no se deciden, hay cosas que se descubren. Yo si pudiera volver a hacer todo, no lo intentaría. Y ojalá un día pueda explicarlo. Mientras... nada. Mientras, escribo cosas como esta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario