Jueves. La mañana fría de una noche pésima. Intenté trabajar pero fue inútil. Mi propia voz me delató. Esta batalla me está matando. Luego pensé en escribir aquello que debo escribir, pero tampoco pude. Me sentaba y me ponía de pie sistemáticamente como jugando un juego macabro de ansiedades y hacinamiento interno. Dos son demasiadas personas dentro de este cuerpo y como unos gemelos a punto de nacer, ya no cabemos. Me sucede seguido que sólo quiero terminar el día. Como sea. Pasar las horas como pasar las hojas de un cuaderno usado y mojado con las lágrimas del cielo; con agua de lluvia, pues.
Me cambié de habitación y encendí la gran pantalla para ver si me distraía cuando de pronto me comenzaron a temblar las manos y no hubo suficiente aire en el mundo que alcanzara mi respiración. Empecé a sudar dentro de mi ropa en una mañana nublada en la que apenas llegábamos a los doce grados centígrados. Permanecí en silencio y encendí un cigarro y un café solamente para no tocarlos. Me metí a bañar con agua tan caliente que me quemé la espalda y mientras sentía la piel arder, sólo pude pensar en mí. Me vestí como si el universo dependiera de ello y desayuné como si nunca quisiera volver a probar bocado.
Tomé las llaves, salí de casa y comencé a caminar sin rumbo. Di vuelta a la izquierda y luego a la derecha con el paso firme de quien tiene claro a dónde va. Por supuesto, no era mi caso. Yo solamente era el fantasma con pelo mojado que caminaba entre la mamá que recogía a su hija de la escuela, el hombrecito con camisa de cuadros que iba en bicicleta y el sospechosísimo tipo que hablaba por teléfono en un rincón mientras colgaba su existencia de un puro hediondo junto a una pared de piedra.
Me zambullí en el movimiento de la ciudad y veía en mi mente pasar tanta gente. Pensaba en rostros que algún día significaron algo más que un bonito recuerdo, incluso, pude escuchar algunas voces y risas. Pasé frente a un cristal -creo que era la ventana de un gimnasio- y vi mi figura encorvada como la de quien quiere cargar el peso de la historia con la ridícula fuerza de sus propios hombros.
Y de repente pensé en ti. Últimamente, todo el tiempo estoy pensando en ti pero lo hago como quien está acostumbrado a un sutil olor en el aire y no como quien siente el impacto de un golpe en la piel. Y entonces pensé qué pasaría si yo te contara todo lo que me pasa. Y entonces volví a pensar en qué pasaría yo te contara todo lo que me pasa. Cómo lo haría, qué dirías tú, qué pasaría después. Y no supe, no supe y otra vez no supe.
Varias cuadras después, ya había entrado en calor y mi bufanda comenzó a estorbarme. Mi cara estaba enrojecida y mis ojos mojados muriendo por abrirse en llanto. Pero no. Tres semáforos después, me di cuenta que estaba caminando en la avenida equivocada y que no me estaba dirigiendo a la librería como yo creía. Pasando un puesto de flores, encontré una iglesia en la esquina. No sé porqué, entré. Cinco almas más el señor que acomodaba la alfombra roja, me acompañaban en silencio. Me senté en una de las bancas de atrás como si estuviera en un salón de clases. Y noté los techos altos y dorados, las figuras de porcelana o de quién sabe qué, sufriendo y mirándome desde lo alto.
Hoy salí de casa y me convertí en esa mujer de las botas y chamarra café que caminaba por calles ajenas y a la que a leguas se le notaba que si no encontraba su lugar en el mundo, mucho menos iba a encontrar un lugar para sentarse a llorar.
Como sea, tienes razón con lo que dices de los secretos. Y yo tengo razón cuando te digo que no lo mereces.
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