Pocas soledades se comparan con la de quedarse hablando solo. Impresionante manera que tiene la vida de hacerle sentir a uno tan ridículo y tan insignificante de un momento a otro. ¡Tan estúpido! Hay preguntas que se contestan con más preguntas. Hay palabras que se quedan retumbando en el vacío, como si nadie las hubiera pronunciado jamás. Espejos que devuelven imágenes monstruosas. Tristezas que arden, silencios que queman, noches que no encuentran dónde descansar. Y menos si afuera llueve como llovió hoy aquí.
Las olas, enojadas y revueltas todas; una tras otra golpeando la arena que tuvo la mala suerte de estar ahí tendida. Las estrellas, mirándose confundidas y preguntándose qué debían hacer o dónde debían esconderse. Los pájaros que de día se veían negros y despiadados, ya sólo flotaban como grises bolsas de plástico anhelando que el furioso vendaval les regalara un día más. El viento, luchando sin dulzura por secarme la cara que insistía en empaparse con dos ríos corriendo hacia el sur. Mi pelo, enmarañado y triste, pidiéndole al rugido que todo volviera a la calma. Los relámpagos, como venas del universo, encendiendo la luz a los fantasmas para que no quedara la menor duda. Y todo para que el agua regresara al mar, y todo para que las cosas cayeran por su propio peso. Todo para que al final reinara un silencio tan absoluto como desgarrador.
Cinco minutos. Siete. Trece. Veinte. Más viento. Más agua. Treinta. Más noche. Cuarenta y dos. Cincuenta y seis. Una hora. Más silencio.
Adiós.
Que descanses.
Que descanses.
Había pasado todo el día sin sentir miedo pero no todas las noches caen dos tormentas en el desierto: una por dentro y otra por fuera.
Cualquiera diría que fue un milagro. Pero yo no soy cualquiera.
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